De hecho, si el saber científico no fuera universal, si sus formulaciones no alcanzaran algún grado de generalidad, no serviría para nada.
El saber científico debe ser también metódico, es decir, adquirido con método, a través de un proceso razonado, premeditado, que conduce con seguridad (con una segu ridad relativa, desde luego) a la meta de la investigación. El método implica una serie de operaciones parciales, si multáneas o sucesivas, que el hombre de ciencia conoce perfectamente: variaciones en el modo de hacer las expe riencias, correcciones, modificaciones, verificación constan te de los hechos con el mayor grado de objetividad posible, comparación con experiencias similares propias o de otros investigadores, etc.
El saber científico debe ser sistemático, porque los conocimientos desorganizados que posea un individuo, por muchos que sean, no lograrán jamás constituir una ciencia si no están relacionados entre sí; con relaciones objetivas, no con relaciones arbitrarias ideadas por el investigador. Es verdad que jamás se podrá eliminar el influjo subjetivo del hombre en la gestación de la ciencia; pero si ésta no alcanza un mínimo de objetividad, no es válida, aun cuando sus contenidos sean verdaderos. La objetividad se logra a través de la metodología y de la sistematización de las ciencias.
El saber científico debe ser, por último, etiológico, en el sentido de que debe dar razón de las causas que provocan el fenómeno, debe señalar el origen de los he chos, siempre de acuerdo con cada ciencia. Aristóteles escribió en su Metafísica (Libro I, 2): «Lo más científico que existe lo constituyen los principios y las causas. Por su medio conocemos las demás cosas, y no conocemos aquéllos por las demás cosas. Porque la ciencia soberana, la ciencia superior a toda ciencia subordinada, es aquella que conoce por qué debe hacerse cada cosa».
El saber filosófico se diferencia del saber científico como la Filosofía se diferencia de las ciencias particulares. Por consiguiente, aunque ambos tienen caracteres comunes: universalidad, método, certeza, sistematización, tie nen también discrepancias: la universalidad del saber filosófico no excluye absolutamente nada, mientras que la del saber científico abarca únicamente un determinado sector de cosas (fenómenos químicos, fenómenos físicos, la vida de las plantas). Además, el saber filosófico es un saber de los primeros principios, un saber por las pri meras causas; y esta característica esencial del saber filosófico no se cumple en ningún tipo de saber científico. Por último podríamos decir que el saber filosófico es un saber sin presupuestos; sin más presupuestos que los primeros principios, puesto que sin éstos ni la Filosofía ni las ciencias particulares son posibles.
La Geometría parte de las nociones de figura y de cuerpo (Geometría plana y Geometría del espacio), nociones que no discute; y por la vía de estrictas demostraciones lógicas hilvana teoremas y teoremas que nos dan a conocer las propie dades de las figuras y de los cuerpos geométricos y las relaciones que los ligan. La Biología trabaja constante mente con la vida, pero no se preocupa de averiguar en qué consiste esencialmente la vida.
El saber científico es, por su propia naturaleza, un saber parcial; por tal motivo no acaba de llenar total mente el vacío de conocimientos que experimenta el hombre, aunque éste sea un eminente especialista en alguna de las ramas de la ciencia. Prueba de ello es que muchos sabios, cuando parece que ya no pueden saber más de lo que saben en su materia, incursionan en el campo de la filosofía. Al hombre lo atrae todo lo cognoscible del cos mos; y cuando entra en este campo trata de no dejar ningún interrogante sin responder. Por esta razón el filósofo indaga el porqué del fenómeno del ser, y el por qué del porqué … El saber filosófico es un saber de tota lidades, un saber de todo: no en sentido enciclopédico sino en sentido radical. El saber del filósofo trata de llegar hasta las mismas raíces de todas las cosas.
Ninguna ciencia estudia el ser. Hay un saber filosófico, el saber metaf ísico, que es el saber del ser. Ninguna ciencia estudia las causas. El saber filosófico las estudia, las clasifica, investiga en qué consiste su acción. Ninguna ciencia estudia la esencia íntima del hombre total. Esa es tarea de la Antropología filosófica. Ninguna ciencia estudia la naturaleza del número y de la cantidad, del espacio y del tiempo. Esa es tarea de la Filosofía de la Naturaleza. Con razón decía Aristóteles refiriéndose a la Filosofía:
«Por último, no hay ciencia más digna de estimación que ésta; porque debe estimarse más la más divina, y ésta lo es en un doble concepto. En efecto, una ciencia que es principalmente patrimonio de Dios, y que trata de las cosas divinas, es divina entre todas las ciencias. Pues bien: sólo la filosofía tiene este doble carácter. Dios pasa por ser la causa y el principio de todas las cosas, y Dios solo, o principalmente al menos, puede poseer una ciencia semejante. Todas las demás ciencias tienen, es cierto, más relación con nuestras necesidades que la Filosofía,- pero ninguna la supera»[4]
3. La actitud del filósofo ante la realidad
«Este estado de admiración es particularmente el del filósofo, porque es el principio de la filosofía», había escrito Platón en el «Teeteto». Su discípulo, Aristóteles, recalca la misma idea en su «Metafísica», cuando escribe: «Lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primeras indagaciones filosóficas, fue, como lo es hoy, la admiración» (Libro I, 2). La admiración es un estado intelectivo-emocional que surge en el hombre ante lo desconocido, ante lo raro, ante lo inexplicable, ante todo lo que supera las leyes del conocimiento. En la mayoría de los individuos la admiración no es fecunda: absorbidos como están por las necesidades apremiantes de la vida, o por los intereses puramente utilitarios que reportan las actividades diarias, no sacan provecho de ese primer impulso del espíritu humano. El deseo de saber, común a todos los hombres, según afirmación del propio Aristóteles[5], muere casi al nacer, en estos individuos. Pero hay otros —una ínfima minoría en relación con toda la hu manidad— en quienes admiración y deseo de saber provocan la actividad más excelsa de la inteligencia humana: la del filosofar.
El deseo de saber —innata tendencia humana— se manifiesta ya en los primeros años de la infancia: el niño todo lo quiere ver, todo lo quiere tocar; y con los primeros balbuceos surgen las habituales preguntas: ¿qué es esto? ¿qué es aquello?
La función sensorial, que es común a hombres y animales, ea la primera que nos pone en contacto con la realidad externa, con el mundo circundante, con las cosas que nos rodean, con nuestro propio cuerpo. Sin embargo, el ser humano no se limita a ejercer la función sensorial para acercarse a las cosas: en un momento dado de su desarrollo biológico y psíquico, tras una serie de fases de adaptación, comienza a ejercer la función intelectual. Esta naturaleza adaptativa de la inteligencia ha sido des crita ampliamente por Piaget:
«Si la inteligencia es adaptación, convendrá que ante todo quede definida esta última. Ahora bien, salvo las dificultades del lenguaje finalista, la adaptación debe caracterizarse como un equilibrio entre las acciones del organis mo sobre el medio y las acciones inversas. «Asimilación» puede llamarse, en el sentido más amplio del término, a la acción del organismo sobre los objetos que lo rodean, en tanto que esta acción depende de las conductas anteriores referidas a los mismos objetos o a otros análogos. En efecto, toda relación entre un ser viviente y su medio pre senta ese carácter específico de que el primero, en lugar de someterse pasivamente al segundo, lo modifica imponiéndole cierta estructura propia. En el terreno de la psicología sucede lo mismo, salvo que las modificaciones de que se trata no son ya de orden substancial, sino únicamente funcional ,..» [6].
La función intelectual —estrictamente intelectual— distingue al hombre de los demás animales. Éstos conocen; aquél conoce y se conoce. No se limita a conocer lo que está fuera de sí, sino que entra dentro de sí, tiene conciencia de que existe y de sus actos internos, reflexiona, analiza sus pensamientos, sus deseos (incluso su deseo de saber), sus imágenes, sus decisiones.
El hombre es puesto en la existencia ante una realidad que ya existía antes que él, para integrar esa misma reali dad con su propia existencia. Sin haberlo pensado, sin haberlo imaginado, sin haberlo querido, se encuentra ahí ante una realidad, se encuentra ante sí mismo; y poco a poco, sensorialmente al principio (como lo hace cualquier animal irracional) e intelectualmente después, va captando toda la realidad en la que él se encuentra inmerso. El conocimiento sensitivo no le ofrece más que las cualidades sensibles de los cuerpos (color, forma, sabor, olor, magnitud, aspereza, dureza, gelatinosidad, etc.); pero el conocimiento intelectual le permite entrar, así sea sólo de un modo imperfecto, en la esencia de las cosas; le permite descubrir sus íntimas relaciones, las leyes que las gobiernan y las causas, próximas o remotas, que las produjeron.
Hay una pregunta típica del hombre, que refleja su acuciante deseo de saber. La pregunta es ésta: ¿por qué? No le basta consignar los hechos que ocurren; no le basta conocer causas que en épocas anteriores desconocía total mente la humanidad; no le basta progresar a pasos agi gantados a nivel interplanetario: siempre se ve asaltado por ese inquieto «por qué» en los insomnios de su pensa miento. Si aceptamos que así es el hombre, el de ahora y el de todas las épocas, hemos de conceder que «todo hombre es, en cierto modo, un filósofo». Y no cabe duda de que los hombres filosofan cuando se preguntan para qué tantas guerras inútiles, para qué y por qué tanto desenfreno en las diversiones mientras los dos tercios de la humanidad se mueren de hambre, por qué y para qué existe este maravilloso universo, por qué el animal racional se diferencia tanto del irracional.
Todo hombre es en ciernes un filósofo, y todo hombre filosofa, por lo menos algunas veces a lo largo de su existencia. Pero ahora nos interesa considerar la actitud del hombre que «habitualmente» filosofa, aun cuando no sea propiamente un «filósofo» de profesión. Hablamos de una actitud sistemática, metódica, científica. Es claro que la «actitud del filósofo» constituye un hábito que lo distin gue del hombre común que de vez en cuando filosofa. El filósofo, a diferencia del artista y del político, tiene el hábito de interrogar a la realidad desde el punto de vista de su inteligibilidad. Ante la polivalencia de la realidad, ante la variadísima multitud de seres, el filósofo pregunta por la unidad del ser. Ante lo cambiante de las cosas, pregunta en virtud de qué es posible el cambio. Ante las cosas que son, pregunta por qué son y cuál es el principio de su diversificación.
Ni al artista ni al político (por no citar más que dos ejemplos) le conciernen estos» modos de; interrogar a la realidad. Esta actitud del filósofo ante la realidad nace de la admiración. Está, admiración del espíritus esencialmente contemplativa en cualquier hombre y ante cualquier cosa. Mucho más lo es en el filósofo. Es una actitud teorética; no es en modo alguno una actitud práctica, como lo es, en buena hora, la del artista o la del político. Aun cuando las conclusiones del filósofo den origen a las máa variadas aplicaciones prácticas a nivel técnico, socio-económico, médico o moral, no es en sí misma práctica la actitud del filósofo: la filosofía no es una praxis, aunque sí es verdad que muchas veces la praxis se funda en una filosofía. En suma: la actitud del filósofo ante la realidad consiste en una apertura del espíritu hacia las cosas para entenderlas, para saber qué son, cómo son y por qué son. El filósofo busca la pura verdad objetiva de toda realidad existente, en cuanto esta verdad puede ser alcanzada por la limitada inteligencia humana: la verdad del mundo óntico y la verdad del mundo lógico, la verdad de lo mate rial (que es lo que inmediatamente se acerca a nuestros sentidos) y la verdad de lo espiritual; la verdad del ser y la verdad del pensar.
Se ha afirmado con insistencia que son muy pocos los «filósofos»; que ahora hay menos que antes. Una de las razones es que los hombres están hoy más que antes absorbidos por el trabajo, por las preocupaciones. En el mundo interior de su espíritu el hombre tiende al «ocio», a la contemplación, a la adquisición de conocimientos puros; en su actividad exterior está urgido por las necesidades vitales de la existencia y niega el ocio que le exige su espíritu: se dedica a «negar el ocio», al «negocio». La situación carnal en que se encuentra el espíritu en el hombre explica en parteaste atarse a la exterioridad de las cosas. Y cabe también, si no se llega a extremos exagerados, una auténtica justificación.
El hombre oscila entre estos dos polos: «ocio» y «negocio». ¿Cuál está en función de cuál? ¿El hombre descansa para trabajar, o trabaja para descansar? ¿Nos afanamos durante toda la semana para descansar el sábado y el domingo, o descansamos en estos dos días para poder trabajar intensamente el resto de la semana? Podríamos repetir la pregunta de Aristóteles: «¿estamos negociosos para poder estar ociosos, o estamos ociosos para poder estar negociosos?». La respuesta depende de los valores que guían a cada individuo en sus actividades existenciales; depende también de factores temperamentales, cultu rales, ambientales; depende del momento en que se vive. El filósofo está por lo general más cerca del «ocio» que del «negocio»; no se entrega a éste si no es por una estricta necesidad, porque «primum est vivere, deinde philosophari» (primero es vivir, después filosofar).
El momento actual es propicio para hacer del hombre un esclavo de las cosas; es poco propicio para la contem plación interior, para el «ocio»; sin embargo, el «ocio» es un modo de dominar las cosas, sin tocarlas, sin manejarlas, sin instrumentarlas. Pero como el «negocio» atrae más a la mayoría de los hombres que el «ocio contemplativo», por eso los «filósofos», los que se dedican a la filosofía, son muy pocos.
La actitud del filósofo ante la realidad es siempre «espiritual»; también en los casos de los filósofos llama dos «materialistas» por la peculiar interpretación que dan al universo. El filósofo se mueve en el dominio del espíritu, porque solamente en el espíritu tiene lugar el ocio; ese ocio que consiste en un callar, como dice Pieper:
«Frente al exclusivismo de la norma ejemplar del tra bajo como actividad, está el ocio como la actitud de la no-actividad, de la íntima falta de ocupación, del descanso, del dejar hacer, del callar. El ocio es una forma de ese callar que es un presupuesto para la percepción de la reali dad; sólo oye el que calla, y el que no calla, no oye. Ese callar no es nn apático silencio ni un mutismo muerto, sino que significa más bien que la capacidad de reacción que por disposición divina tiene el alma ante el ser, no se expresa en palabras. El ocio es la actitud de la percepción receptiva, de la inmersión intuitiva y contemplativa en el ser. En el ocio hay, además, algo de la serena alegría del no poder comprender, del reconocimiento del carácter secreto del mundo, de la ciega fortaleza del corazón del que confía y que deja que las cosas sigan su curso»[7]
4. Problemas principales de la Filosofía
La Filosofía considerada, no como actitud subjetiva, sino objetivamente, es decir, en su contenido, constituye la «problemática filosófica», que se refiere, como ya se ha explicado, a todo el universo. Las cuestiones filosóficas son los sucesivos «porqués» que el hombre se ha ido planteando durante los 26 siglos de historia «comproba da». Con anterioridad a esta fecha el pensamiento filo sófico (porque lo hubo, sin género de duda) apenas ha dejado algunas huellas muy borrosas que no permiten reducirlo a una sistematización ordenada y coherente.
La Historia de la Filosofía señala dos épocas en las manifestaciones del pensamiento humano: la ANTECRISTIANA y la POSCRISTIANA. Estas dos épocas marcan una clara línea divisoria, no precisamente temporal, pero sí conceptual, debido a la profunda renovación’ de ideas que trajo el cristianismo.
En la Primera Época el Mazdeísmo de la antigua Persia es un atisbo de inquietud filosófica: junto con el culto y las ceremonias religiosas se fabrica una teoría cosmogónica en la que Mazda es el autor de todos los bienes y Angra Mainyu el autor de todos los males. Era la respuesta ético-antropológica que daban al agudo problema que todavía hoy se plantea el hombre: ¿por qué existe el mal?
En la India también se mezclan los problemas religiosos con los filosóficos. La Doctrina de los Vedas resuelve el problema del origen del universo por medio de una emanación panteísta; parecida es la respuesta del Brahmanismo, según el cual Brahma sacó de su seno todos los seres de este mundo. El Budismo se plantea el problema del dolor, radicado en el ansia de vivir; la solución está en el Nirvana, estado de imperturbabilidad, al que se llega cumpliendo la moral del Pentálogo (no matar a ningún ser, no robar, no mentir, no cometer adulterio, no embriagarse) .
En Grecia la Filosofía propiamente dicha nace alrededor del siglo vil a.C., luego de un período mítico-religioso. Los Filósofos presocráticos se plantean el problema del cosmos: «¿Cuál es la materia que va transformando incesantemente el mundo? ¿Cómo se explica el continuo fluir de la naturaleza y lo invariable que hay en ese mismo fluir? ¿Hay cambios sustanciales en la aparición de nue vos seres? Tres escuelas se caracterizan por sus respectivas respuestas: la jónica (Tales, Heráclito, Anaximandro, Anaximenes), la pitagórica y la eleática (Parménides, Zenón, Jenófanes). Este primer planteo cosmológico de los griegos es el origen de la FILOSOFÍA NATURAL, una de las ramas de la Filosofía actual, que incluye, ade más de los mencionados, los siguientes problemas: ¿ Qué es la cantidad de los cuerpos? ¿Qué es el movimiento? ¿De qué partes esenciales consta todo cuerpo natural? ¿Qué es el espacio? ¿Qué es el tiempo?
Con la Escuela Sofista aparece el problema del conocimiento: Protágoras enseña que el hombre pensante es la medida de todas las cosas. Gorgias resuelve el problema de un modo más drástico con sus célebres apotegmas: «Nada existe», «Si algo existiera no podría conocerlo el hombre» y «Si alguien conociera lo que existe, no podría darlo a conocer a los demás». Este primer intento evolucionó en riqueza de contenido a través de Sócrates («Sólo sé que no sé nada»), Platón (teoría de las ideas), Aristó teles (realismo gnoseológico) y siguió alimentando la inquietud de los pensadores cristianos tales como San Agustín, S. Tomás y todos los escolásticos, medievales y modernos. Actualmente los problemas de la TEORÍA DEL CONOCIMIENTO se reducen a los siguientes: ¿Cuál es la esencia, la posibilidad, el origen del conocimiento intelectual? ¿Es posible la certeza? ¿Es una solución la duda universal? ¿Cuál es el punto de partida en la teoría del conocimiento? ¿Es verdad que únicamente pueden cono cerse los fenómenos de las cosas? ¿Cuál es la esencia de la verdad lógica y cuál es el último criterio de verdad?
Sócrates introdujo el método de la mayéutica para conocer la verdad. Pero además se preocupó del hombre, de su relación con Dios, autor de las leyes, del alma hu mana; intentó demostrar dónde está la felicidad del hombre. Es el iniciador de la ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA, aspecto de la Filosofía que encara en toda su amplitud el eterno e inagotable tema del hombre. Los problemas antropológicos adquirieron relieves inesperados en la Segunda Época del pensamiento filosófico, con la introducción de la temática cristiana, que elevó al hombre por encima de todas las demás cosas creadas. Tanto en los primeros años de la era cristiana, como en el medioevo y en la era moderna, el hombre ocupó al hombre en las meditaciones filosóficas individuales o de escuela. A la pregunta básica, ¿qué es el hombre?, se fueron sucediendo otras no menos apasionantes: ¿Cuál es la naturaleza del alma humana? ¿Cómo está unida con el cuerpo? ¿Cuál es la naturaleza del «yo»? ¿Cuáles son las propiedades esen ciales del alma humana? ¿Cómo funciona la voluntad del hombre? ¿Es realmente libre el hombre en sus decisiones? ¿Cuál es el,origen del alma humana? ¿Cuál es la esencia de la persona humana? ¿Por qué existe? ¿Cuál es su destino?
La ÉTICA, que algunos autores consideran como parte de la ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA, abarca en su ám bito todos los problemas referentes a la conducta humana: ¿Cuáles son las condiciones del acto humano? ¿Cuál es la norma que rige su moralidad? ¿Existe una ley moral na tural? ¿Hay una moral para todos o es relativa la moral? ¿Hay un derecho natural, independiente del positivo? ¿Cuál es el concepto de responsabilidad moral? ¿Qué relación guarda la Ética con la persona humana? ¿Qué es y qué valor tiene la conciencia moral del individuo? ¿Es autónoma o es heterónoma la moral? ¿Es algo mera mente personal, o tiene función social?
Los problemas de índole metafísica fueron tratados inicialmente por Aristóteles en su «Metafísica» y ocuparon la atención de los filósofos escolásticos de la Edad Media. En los siglos xviii y xix perdieron «actualidad» ante los ataques abiertos de muchos cultores de las ciencias positivas ; pero de nuevo recuperaron su privilegiada posición en el campo de la Filosofía a principios del presente siglo, debido en parte al fracaso de las ciencias para responder satisfactoriamente a las angustiosas preguntas del hombre, y en parte también, debido al impulso revitalizador que dieron a la Filosofía las corrientes existencialistas.
¿Qué es el ser real?, se pregunta la METAFÍSICA; ¿qué es la esencia y en qué se distingue de la existencia? ¿La inteligencia conoce el ser o los seres? ¿Qué propiedades tiene el ser? ¿Qué es la sustancia y qué son los accidentes? ¿Qué es causa? ¿Tienen valor objetivo el concepto de «sustancia» y el concepto de «causalidad»? ¿Cuál es la Primera Causa del ser?
Este último problema es considerado expresamente por la TEOLOGÍA NATURAL, que se plantea también las siguientes preguntas: ¿Se puede demostrar la existencia de Dios? En caso afirmativo, ¿ea verdadero el politeísmo? ¿Se confunde Dios con el universo o lo trasciende? Si Dios creó el universo, ¿en qué consiste su acción creadora y su acción conservadora? ¿Cuál es la esencia de Dios? ¿Qué explicación tienen en una temática teológica el mal físico y el mal moral? ¿Qué relación hay entre Dios y la temporalidad y espacialidad de los hechos cósmicos ?
Hay otros problemas más bien prefilosóficos que se plantea la LÓGICA acerca de las tres estructuras del pen samiento: ¿Cuál es la esencia del juicio? ¿Cuántas clases de juicios hay? ¿Qué es la proposición? ¿En qué consiste el razonamiento y de cuántos modos se puede razonar? ¿Cuáles son las reglas que regulan el recto empleo de la inteligencia que razona? ¿De cuántas maneras se puede hacer una inferencia inmediata? ¿A qué reglas debe some terse la formulación de la definición? ¿Cuál es el valor lógico de la inducción científica y cómo debe realizarse? Los problemas aquí enumerados son algunos de los que constituyen la temática filosófica pretérita y actual; mien tras el hombre sea el «eterno insatisfecho» que busca más allá de lo que ha encontrado, los problemas no soluciona dos subsistirán; los ya solucionados aparecerán otra vez con proteicas formas, y se presentarán otros totalmente nuevos que ni Aristóteles ni S. Tomás, ni Descartes, ni Kant hubieran sospechado.
Notas
1 bochenski, J. M., Introducción al pensamiento filosófico, Ed. Herder, Barcelona, 1967, pág. 21.
2. Blondel M., Le devoir intégral de la philosophie, en «Actas del Primer Congreso Nacional de Filosofía», Mendoza, Argentina, Universidad Nacional de Cuyo, Tomo II pág. 886.
3 Braithwaite R., La explicación científica, Ed. Tecnos, Madrid, 1965, pág. 17.
4. aristóteles, Metafísica, Libro I, 2.
5. «Todos los hombres —dice el filósofo griego al comienzo de su Metafísica— tienen naturalmente el deseo de saber. El placer que nos causan las percepciones de nuestros sentidos es una prueba de esta verdad».
6. piaget J., Psicología de la inteligencia, Ed. Psique, Bs. As., 1968, pág. 19.
7. pieper J., El ocio y la vida intelectual, Ed. Rialp, Madrid, 1962, pág. 44.
Comentarios