Relato de una Inundación Procedente de la Antigua Babilonia.
La epopeya de Gilgamesh y la Biblia. — Doce tablas de arcilla encontradas en Nínive. — Una epopeya antiquísima en la biblioteca de Assurbanipal. — Utnapishtim, ¿el Noé de los sumerios? — El secreto del monte Ararat. — Una nave gigantesca entre los restos de un ventisquero. — Expediciones en busca del Arca bíblica.
DIJO, PUES, DIOS A NOÉ: «FABRÍCATE UN ARCA DE MADERA DE CONÍFERA, HAZ EN EL ARCA DIVERSAS MANSIONES Y EMBRÉALA POR DENTRO Y FUERA CON BREA» (Gén. 6:14).
A principios del siglo XX, mucho antes de que Woolley descubriera Ur, tuvo lugar un hallazgo sensacional que dio ocasión a violentas discusiones en torno a la Sagrada Escritura.
Un relato antiquísimo y misterioso había surgido de las tinieblas del antiguo Oriente; era un poema heroico, compuesto de 300 cuartetas, grabadas sobre doce macizas tablillas de barro, que cantaban las maravillosas aventuras del legendario rey Gilgamesh.
El texto era asombroso: Gilgamesh hablaba, al igual que la Biblia, de un hombre que había precedido y sobrevivido a la gran catástrofe de una inundación.
¿De dónde procedía esta grandiosa y notable epopeya? Fueron unos exploradores ingleses quienes, en expediciones realizadas durante el año 50 del pasado siglo, habían encontrado aquellas doce tablillas de barro, junto con otros veinte mil textos, perfectamente ordenados, entre las ruinas de la biblioteca de Nínive, considerada como la más célebre de la Antigüedad y construida por Assurbanipal en el siglo VII antes de J.C., en la vieja Nínive, a orillas del río Tigris.
Este tesoro, de valor incalculable, existente ahora en el Museo Británico, fue embalado cuidadosamente y emprendió el largo viaje desde Nínive hasta Inglaterra.
Pero su verdadero valor no fue conocido hasta algunos lustros más tarde, cuando se hizo posible descifrar los textos.
Por aquel entonces no había nadie que pudiese hacerlo. A pesar de todos los esfuerzos, las tablillas permanecían mudas. Poco antes del 1900, en las sobrias aulas del Museo Británico, después de 2.500 años, empezó a tomar sentido uno de los más bellos poemas del Oriente antiguo, y los asiriólogos podían leer por vez primera la epopeya de Gilgamesh.
Este poema está escrito en el lenguaje cortesano y diplomático de la época del rey Assurbanipal, es decir, en acádico. La forma que presentaba en la biblioteca de Nínive la había recibido un milenio antes, en la época del gran rey Hammurabi de Babilonia, en cuya metrópoli, situada al margen del Éufrates, fue descubierto otro ejemplar. Otros hallazgos apoyan la opinión según la cual la epopeya de Gilgamesh formaba parte del tesoro cultural de todos los estados del antiguo Oriente. Los hititas y los egipcios lo traducen a sus respectivos idiomas y las tablillas escritas con caracteres cuneiformes encontradas en el país del Nilo dejan aún apreciar huellas claras de tinta roja en aquellos puntos que, al parecer, ofrecían alguna dificultad a los traductores egipcios.
Un pequeño fragmento de arcilla nos descubre el origen de la epopeya de Gilgamesh de una manera definitiva. El mundo debe su forma primitiva a los sumerios, a aquel pueblo cuya metrópoli se había alzado en el emplazamiento de Ur.
Gilgamesh — así lo narra el texto cuneiforme de la tablilla procedente de la biblioteca de Nínive — está decidido a asegurarse la inmortalidad, y con este fin emprende un largo y aventurero viaje, en busca de su antepasado Utnapishtim, de quien espera conocer el secreto de la inmortalidad, con que fue agraciado por los dioses. Llegado a la isla en que Utnapishtim vive, Gilgamesh le pregunta sobre «el misterio de la vida.» Utnapishtim le cuenta cómo antes vivía en Shuruppak y era un fiel adorador del dios Ea. Cuando los dioses decidieron destruir el mundo por medio de un diluvio, Ea previno a su adorador y le dio estas órdenes:
«Hombre de Shuruppak, hijo de Ubaratutu, / destruye tu casa / y construye un navío. / Abandona las riquezas, / ¡busca la vida! / Desprecia los bienes, / ¡salva la vida! / Mete toda simiente de vida dentro del navío. / El navío / que debes construir… / las medidas estén [bien] proporcionadas.»
Todos conocemos el maravilloso relato que sigue. Ahora bien, la Biblia nos cuenta de Noé, lo que la epopeya de Gilgamesh cuenta de Utnapishtim.
«Habló, pues, Dios a Noé…: Fabrícate un arca de madera de conífera… Meterás además en el arca, de entre todo viviente y todo ser animado, dos de cada clase a vivir contigo; serán macho y hembra» (Gén. 6:13).
Para poder comparar los textos con mayor facilidad, citamos a continuación en la parte izquierda lo que Utnapishtim dice acerca del acontecimiento por él vivido, y en la parte derecha, lo que la Biblia refiere acerca del diluvio y de Noé.
Utnapishtim, de acuerdo con las órdenes recibidas del dios Ea, construye el navío y dice:
El quinto día tracé su estructura.
La longitud del arca será de 300 codos, de 50 codos su anchura y de 30 codos su altura (Gén. 6:15).
Su superficie era de doce iku (unos 3.000 metros cuadrados).
Las paredes eran de diez gar (un gar es igual a 6 metros aproximadamente) de altura.
Los recubrí con seis pisos; repartí su anchura siete veces.
Plantas bajas, segundas y terceras le harás (Gén. 6:16).
Su interior lo repartí nueve veces.
Haz en el arca diversas mansiones (Gén. 6:14).
Seis sar (medida desconocida) de brea eché en el horno.
Y embréala por dentro y fuera con brea (Gén. 6:14).
Cuando Utnapishtim ha terminado la construcción del navío celebra una espléndida fiesta. Sacrifica bueyes y ovejas para los que le han ayudado y les obsequia «con mosto, cerveza, aceite y vino con la misma profusión que si se tratara de agua corriente.» Luego prosigue:
Y ante las aguas del diluvio entró Noé en el arca, acompañado de sus hijos, mujer y las mujeres de sus hijos.
Todo lo que tenía lo cargué con toda clase de simiente de vida.
Metí en el navío a toda mi familia y parentela.
De los animales puros y de los animales que no lo son y de las aves y de todo lo que se arrastra sobre el suelo, de dos en dos vinieron hasta Noé al arca, macho y hembra, como había Dios mandado a Noé (Gén. 7:7-9).
Ganados del campo, animales del campo, artesanos… a todos los metí.
Entré en el navío y cerré mi puerta.
Y Yahvé cerró tras él (Gén. 7:16).
Cuando brilló la luz matutina, de los fundamentos del cielo se alzó una nube negra: Adad rugía allí dentro.
El furor de Adad llega hasta el cielo; y toda claridad se cambia en tinieblas.
A los siete días las aguas del diluvio irrumpieron sobre la tierra… En ese día se hendieron todas las fuentes del gran abismo y las compuertas del cielo se abrieron (Gén. 7:10-11).
Los dioses quedan horrorizados ante la inundación y se refugian en lo más alto del cielo, en el cielo del dios Anu. Antes de penetrar en él «se acurrucan como perros» y, afligidos y asustados por la catástrofe, protestan cabizbajos y llorosos.
¡Es ésta una descripción digna de Homero!
Mientras tanto continúa el diluvio:
Seis días y seis noches corre el viento, el diluvio; la tempestad devasta la región.
Entonces acaeció el diluvio sobre la tierra durante 40 días, y se multiplicaron las aguas.
Así, pues, las aguas crecieron sobre la tierra de forma que quedaron cubiertos todos los montes más altos que bajo el cielo entero existían (Gén. 7:17-19)
Cuando llegó el séptimo día, la tempestad, el diluvio, fue vencido en la batalla, que como ejército había librado.
Entonces se acordó Dios de Noé… E hizo pasar un viento sobre la tierra, tras lo cual fueron menguando las aguas (Génesis 8:1).
Se amansó el mar, calló el huracán, cesó el diluvio.
Y todo el género humano se había convertido en fango.
Cerráronse, pues, los manantiales del abismo y las compuertas celestes y cesó el aguacero del cielo. Con esto fuéronse desviando gradualmente de sobre la tierra las aguas, las cuales fueron decreciendo al cabo de 150 días (Gén. 8:2-3).
La campiña se había puesto parecida a una techumbre.
De esta suerte pereció cuanto ser corpóreo se movía sobre la tierra… así como toda la humanidad (Gén. 7:21).
¡Todo el género humano se había convertido en fango! Utnapishtim, el Noé de los sumerios, describe lo que él mismo ha vivido. Los babilonios, los asirios, los hititas y los egipcios que tradujeron estas palabras o las recibieron por tradición, jamás sospecharon, como ni tampoco los modernos asiriólogos, que infatigable fue descifrar las tablillas de escritura cuneiforme, que contenían la relación de acontecimientos, realmente sucedidos.
Hoy día estamos convencidos de que el verso 134 de la tablilla XI de la epopeya de Gilgamesh tiene que transmitir el relato de un testigo ocular. Sólo un hombre cuyos ojos hayan contemplado las desoladoras secuelas de la catástrofe es capaz de describirla en forma tan patética y realista.
Sin duda que él tuvo que haber visto con sus propios ojos la inmensa capa de fango que cubrió a todo ser viviente cual una mortaja, y que dejó la campiña «lisa cual techumbre de un edificio.»
La misma descripción precisa y detallada que hace de la gran tempestad abona esta suposición. En efecto, Utnapishtim habla expresamente de una tempestad procedente del sur, lo cual responde exactamente a la situación geográfica del país. El Golfo Pérsico, cuyas olas fueron arrastradas por la tempestad sobre la tierra firme, está situado al sur de la desembocadura del Tigris y del Éufrates. Utnapishtim describe hasta en los más mínimos detalles con trazos exactos los fenómenos atmosféricos característicos de aquella región y la aparición de una extraordinaria perturbación en la atmósfera: el surgir de negros nubarrones acompañados del fragor del trueno; la claridad del día que se cambia instantáneamente en tinieblas; el desencadenamiento de la tempestad, procedente del sur y que arrastra consigo las aguas.
Un meteorólogo reconoce en seguida que se trata de la descripción del origen y desarrollo de un ciclón, de un tornado. La moderna meteorología sabe hoy que los terrenos costeros de las zonas tropicales, las islas en medio del océano y, sobre todo, las cuencas inundadas de los ríos están expuestas a una especie de diluvio devastador y aniquilante, motivado por un ciclón que a menudo va acompañado de terremotos y de lluvias diluviales.
En las costas de la Florida, en el Golfo de México y en el Pacífico, funciona en la actualidad un servicio de prevensión con amplias ramificaciones, que disponen de todos los adelantos técnicos. Pero a los hombres que vivían en Mesopotamia hacia el año 4000 antes de J.C. ni siquiera un moderno servicio de previsión les hubiera sido útil.
A veces un ciclón adquiere proporciones de auténtico diluvio. Existe un ejemplo en época muy reciente.
En el año 1876 se desencadenó un ciclón de esta clase, acompañado de feroces tormentas, que penetró por el Golfo de Bengala y tomó la dirección de la costa, hacia la desembocadura del Ganges. Los mástiles de los buques que navegaban en trescientos kilómetros a la redonda del epicentro fueron abatidos. Bajó la marea. Las aguas, al retirarse, fueron empujadas por las ondas del ciclón. Una ola gigantesca fue formándose. Rompióse sobre el territorio del Ganges y las aguas del mar alcanzaron en la región del río hasta 15 metros de altura. Muchas millas cuadradas quedaron anegadas y unos 215.000 seres humanos perdieron la vida.
Utnapishtim describe a Gilgamesh, que se halla impresionado, lo que sucedió cuando la tempestad hubo cesado.
Abrí la ventana y la luz resbaló por mis mejillas.
Al cabo de cuarenta días abrió Noé la ventana del arca que había hecho (Gén. 8:6).
El navío se posó en el monte Nisir.
En el mes séptimo, día 17 del mes, descansó el arca sobre el monte Ararat (Gén. 8:4).
El monte Nisir retuvo al navío y no lo dejó bogar más.
Los textos cuneiformes de Babilonia antigua describen con suma exactitud dónde hay que buscar el monte Nisir: entre el Tigris y el curso inferior del Zabu, donde la escabrosa y escarpada cordillera del Kurdistán asciende desde las llanas riberas del Tigris. El punto indicado, como sitio de abordo de la nave, corresponde exactamente al curso que pudo seguir la catástrofe una vez desencadenada en el Sur. Sabemos por Utnapishtim que Shuruppak era su ciudad natal. Esta ciudad estaba situada cerca de la actual Farah, en medio de la llanura inundada, allí donde el Éufrates y el Tigris se separan formando un amplio arco. Una marea alta procedente del Golfo Pérsico debió de empujar de seguro la nave desde allí hasta la cordillera del Kurdistán.
A pesar de la expresa mención que la epopeya de Gilgamesh hace del monte Nisir, nunca se les ocurrió a los curiosos investigadores explorar este lugar en busca de los restos del navío. En cambio el monte Ararat, mencionado en el relato bíblico, ha sido objeto de verdaderas expediciones en serie.
El monte Ararat está situado en la parte oriental de Turquía, muy cerca de las fronteras del Irán y de la Unión Soviética. Su cumbre, que se eleva 5.156 metros, está cubierta de nieves perpetuas.
Durante el siglo pasado, muchos años antes de que ningún arqueólogo hundiese su azada en el suelo de Mesopotamia, las primeras expediciones emprendieron la ruta del monte Ararat. Una historia pastoril había impulsado a ello.
Hay a los pies del monte Ararat una pequeña aldea armenia, llamada Bayzit, cuyos habitantes desde muy antiguo hablan de los notables relatos de un pastor que cierto día parece que vio un gran navío de madera sobre el Ararat.
El relato de una expedición turca del año 1833 parecía confirmar la historia del pastor. En ella se hablaba de la proa de madera de una embarcación, que en tiempo de verano se dejaba ver en los ventisqueros del sur del monte.
Otro que parece haberla visto es el Dr. Nouri, arcediano de Jerusalén y Babilonia. Este dignatario eclesiástico emprendió en 1893 un viaje de exploración a las fuentes del Éufrates. A su regreso anunció haber visto los restos de un navío entre las nieves perpetuas: «Su interior — escribe — estaba lleno de nieve. Su pared exterior era de un color rojo oscuro.»
Durante la primera guerra mundial, un oficial de aviación ruso, llamado Roskowitzki, anunció que había visto desde su avión en la falda sur del Ararat «los restos de un navío singular.» En plena guerra, el zar Nicolás II envió inmediatamente un grupo expedicionario. Esta expedición, no sólo vio un navío, sino que lo fotografió. Pero todas las pruebas y documentos parece ser desaparecieron durante la revolución de octubre.
Existen también varias panorámicas tomadas desde aviónes conseguidas durante la última guerra. Ellas se deben a un piloto soviético y a cuatro aviadores americanos.
FIG. 6. — El monte Ararat en el punto de confluencia de las fronteras correspondientes a Turquía, Irán y la URSS.
Las últimas noticias proceden del historiador americano Doctor Aaron Smith, de Greensborough, hombre conocedor del problema del diluvio. Después de muchos años de trabajo ha reunido la historia literaria sobre la cuestión del arca de Noé. En conjunto son 80.000 las obras escritas en 72 idiomas sobre el Diluvio Universal, 70.000 de las cuales hacen mención de los restos del navío legendario.
En 1951 el doctor Smith, acompañado de 40 hombres, explora durante doce días las capas de hielo del Ararat. «Aunque no encontramos ningún vestigio del arca de Noé — declaró más tarde—, mi fe en la descripción bíblica del diluvio se ha reforzado. Volveremos.»
Acuciado por el doctor Smith, el joven explorador francés de Groenlandia, Juan de Riquer, realizó en 1952 una ascensión a este monte de origen volcánico. También él descendió sin haber conseguido nada. A pesar de todo nuevas expediciones se organizan al monte Ararat.
Ninguna tradición de los tiempos antiguos procedente de Mesopotamia está tan de acuerdo con los relatos bíblicos como la de la inundación que figura en la epopeya de Gilgamesh. En algunos pasajes se encuentra hasta una coincidencia en las palabras. No obstante existe una importante y esencial diferencia. La historia del Génesis, con la cual estamos tan familiarizados, reconoce a un solo Dios. Ha desaparecido la idea estrafalariamente pintoresca y primitiva de un cielo superpoblado de dioses, muchos de los cuales ostentan rasgos demasiado humanos, dioses que lloran, se quejan, tienen miedo y «se acurrucan como perros.»
La epopeya de Gilgamesh procede sin duda del mismo ambiente vital que existe en el «Fértil Creciente,» dentro del cual tuvo origen la Biblia.
Gracias al descubrimiento de la capa de lodo en Ur, se ha demostrado que la antigua epopeya de Mesopotamia relataba un hecho histórico. La gran inundación ocurrida hace 4.000 años en la parte meridional de aquel país ha quedado confirmada arqueológicamente.
Pero surge una pregunta: ¿aquella inundación babilónica es en realidad el diluvio de que nos habla la Biblia?
A esta pregunta no han podido responder todavía ni la Arqueología ni ninguna otra clase de investigaciones.
5. Abraham Vivió en el Reino de Mari.
Un muerto de piedra. — El teniente Cabane informa sobre un hallazgo. — Un «tell» de Siria es muy visitado. — El rey Lamgi-Mari se presenta a sí mismo. — El profesor Parrot descubre un grandioso reino desconocido. — El palacio real con sus 260 salones y patios. — 23.000 tablillas de barro sobreviven cuatro milenios. — La policía de las estepas nos habla de los «benjaminitas.» — La patria de Rebeca, una ciudad floreciente.
Y DIJO YAHVÉ A ABRAHAM: «VETE DE TU PAÍS, DE TU PATRIA Y DE LA CASA DE TU PADRE AL PAÍS QUE YO TE MOSTRARÉ…» (Gén. 12:1).
La patria de que habla aquí la Biblia es Jarán. Allí vivían Téraj, su hijo Abraham, su nuera Saray y su nieto Lot (Gen. 11:31).
Hasta hace muy poco tiempo Jarán era completamente desconocida. Nada se sabía sobre su historia primitiva. Todos los documentos de la antigua Babilonia guardan un silencio profundo sobre la región del Éufrates medio, llamada también el país «entre los dos ríos,» en el cual Jarán estuvo situada en otro tiempo.
Un hallazgo fortuito conduce en 1933 a hacer excavaciones que también aquí llevan a un gran descubrimiento verdaderamente emocionante y con ello a nuevos conocimientos. Éstos nos presentan a la bíblica Jarán y la vida de los patriarcas enmarcados en un ambiente histórico.
Sobre la línea férrea que une a Damasco y Mosul, allí donde aquélla atraviesa el Éufrates, existe la desconocida y pequeña ciudad Abu Kemal. Como Siria, después de la primera guerra mundial, se halla bajo el protectorado de Francia, acantonándo allí un destacamento francés.
Durante el verano de 1933 hace un calor asfixiante y enervador en la amplia depresión del Éufrates. Un día, el teniente Cabane, oficial del destacamento, es llamado a la oficina. Sospecha que se trata de una nueva disputa surgida entre los árabes y que él tendrá que dirimir. Presume lo que está pasando. Pero esta vez la excitación existente en la oficina parece tener otra causa. Según puede deducirse del relato de los intérpretes ocurre lo siguiente: unas personas habían intentado inhumar a un pariente fallecido, y cuando, en una colina apartada, llamada Tell Hariri, cavaban la sepultura, he aquí que había aparecido ¡un muerto de piedra!
El teniente Cabane piensa que quizá se trata de un hallazgo arqueológico que puede interesar al museo de Alepo. En definitiva un nuevo acontecimiento que viene a romper la enervante monotonía de aquel puesto de guardia, del que nadie se acuerda.
Al anochecer se dirige en su coche a Tell Hariri, situado a unos 11 kilómetros al norte de Abu Kemal, junto al Éufrates.
Los árabes le guían a través de una pendiente y, en una depresión del terreno, contempla la estatua mutilada que el día antes había excitado tanto los ánimos. Cabane no es técnico, pero se da cuenta de que la figura de piedra es muy antigua. Al día siguiente unos soldados franceses la llevan a Abu Kemal. La luz está encendida hasta después de la medianoche en la pequeña comandancia. Cabane está redactando un informe sumamente detallado sobre el hallazgo, para su oficina, para Henry Seyrig, director del Museo de Antigüedades de Beyrut, y para el Museo de Alepo.
Pasan los meses sin novedad alguna. La cosa parece carecer de importancia o haber sido olvidada. Por fin, en los últimos días de noviembre, se recibe un telegrama de París procedente del Museo del Louvre. Cabane apenas puede dar crédito a sus ojos y lee y relee la extraordinaria noticia. Dentro de pocos días llegará de Francia una relevante personalidad, el arqueólogo profesor André Parrot, y con él, hombres de ciencia, arquitectos, ayudantes y delineantes.
El 9 de diciembre se dirigen todos hacia Tell Hariri. Los arqueólogos empiezan su trabajo como investigadores. En primer lugar miden con toda precisión la colina, la fotografían hasta en sus más pequeños detalles, la examinan con aparatos percusores y analizan muestras del terreno. En este trabajo transcurre el mes de diciembre y las primeras semanas del año nuevo. El 23 de enero de 1934 es el día decisivo.
Al excavar con todo cuidado en la periferia del «tell.» sale de entre los cascotes una figura pequeña y graciosa que tiene grabada una leyenda sobre su hombro izquierdo. Todos se inclinan hacia ella fascinados.
«Yo soy Lamgi-Mari… Rey… de Mari… el grande… Yasakku… que ofrenda su estatua a… Ishtar.»
La lectura lenta, pausada de esta frase es escuchada por el silencioso grupo. El profesor Parrot traduce directamente los caracteres cuneiformes. Ni él ni sus compañeros de trabajo olvidarán jamás este momento de emoción. ¡Una escena fantástica y acaso única en la historia de la Arqueología, tan llena por otra parte de sorpresas y aventuras!
El soberano y rey ha saludado solemnemente a los extranjeros del lejano París y se ha presentado a sí mismo, como si quisiera mostrarles cortésmente el camino hacia su reino de antaño, que aún yace debajo de él, sumido en profundo sueño, y de cuyo esplendor y majestad los sabios de París aún no pueden sospechar nada.
Tallada en piedra, una estatua maravillosa, así aparece el rey Lamgi-Mari ante Parrot. Es una figura de ancha espalda, que inspira respeto; encontrándose sobre un plinto. Pero al rostro le falta la increíble altivez tan típica de las estatuas de otros soberanos del Oriente antiguo, en concreto de los asirios, las cuales ofrecen todas sin excepción un aspecto feroz y cruel. El rey de Mari sonríe. No lleva arma alguna, sus manos están juntas religiosamente recogidas. Una túnica adornada con ricas franjas, semejante a una toga, le cubre, dejando un hombro desnudo.
Casi nunca una excavación se ha visto coronada así de golpe en los primeros intentos por tan rotundo éxito como ésta. Debajo de esta colina debe yacer la regia ciudad de Mari.
Hace ya tiempo que la ciudad de Mari no es ya una incógnita para los hombres de ciencia, gracias a las muchas y antiquísimas inscripciones procedentes de Asiria. Uno de los textos llega a decir que Mari ha sido la décima ciudad fundada después del diluvio. La gran ofensiva de las azadas empieza con gran ardor a actuar sobre Tell Hariri.
Los trabajos se desarrollan desde el año 1933 al 1939, interrumpidos por grandes intervalos de tiempo. El calor tropical hace imposible toda tarea durante la mayor parte del año. Solamente se puede trabajar durante los meses más frescos en la época de las lluvias, desde mediado diciembre hasta fines de marzo.
Las excavaciones de Tell Hariri nos ofrecen una serie de nuevos descubrimientos para un capítulo aún desconocido del Oriente antiguo. Nadie sospecha aún la estrecha relación que tendrán las excavaciones de Mari con muchos personajes de la Biblia, que nos son tan familiares.
Año tras año el comunicado de la expedición da lugar a nuevas sorpresas.
En el invierno de 1933-34 es desenterrado el templo de Ishtar, la diosa de la fecundidad. Tres de los reales adoradores de la diosa han querido perpetuarse en forma de estatuas en las hornacinas del santuario recubiertas de brillante mosaico. Estos reyes son Lamgi-Mari, Idu-Narum y Ebin-II.
En el segundo período de las excavaciones las azadas tropiezan con las casas de una ciudad ¡Allí está la ciudad de Mari! A pesar de la gran satisfacción por el éxito alcanzado, los muros de un palacio que debió de tener dimensiones extraordinarias excitan más la curiosidad y el asombro. Parrot comunica: «Son 69 las salas y patios que hemos logrado excavar hasta ahora. No se ve aún el fin.»
Unas 1.600 tablillas de barro con inscripciones cuneiformes, amontonadas en una de las salas, contienen noticias de carácter económico.
El comunicado que da cuenta de los hallazgos realizados durante la tercera campaña de 1935-36, hace notar que hasta entonces habían sido descubiertas 138 salas y patios sin haber alcanzado aún los muros exteriores del palacio. Una biblioteca formada por 13.000 tablillas está esperando ser descifrada.
En la cuarta campaña se procede a la excavación de un templo dedicado al dios Dagan y de un ziggurat, la típica torre escalonada de Mesopotamia. En el palacio son ya 220 las salas y patios puestos al descubierto y otras 8.000 tablillas se suman a las primeras.
El palacio de los reyes de Mari aparece en toda su grandiosidad ante Parrot y sus colaboradores después que, en el quinto año de sus excavaciones, descubren otras cuarenta salas libres ya de cascotes. Esta colosal construcción del tercer milenio antes de Cristo cubre casi diez yugadas de terreno con sus cimientos. ¡Es un complejo formado por 260 salas y patios! Jamás excavación alguna ha hecho surgir de las tinieblas del pasado una construcción tan colosal y complicada.
Son necesarias largas hileras de camiones sólo para trasladar las tablillas escritas con caracteres cuneiformes, contenidas en los archivos del palacio: en total 23.600 documentos. A su lado quedan eclipsados los grandes hallazgos de tablillas encontradas en Nínive, ya que la célebre biblioteca del rey asirio Assurbanipal «sólo» contenía 20.000 textos.
Para conseguir una idea exacta de lo que es el palacio de Mari es necesario subir en un avión. Volando sobre Tell Hariri se obtienen varias fotografías que, al ser publicadas en una revista francesa, causan una extraordinaria admiración. Este palacio era una de las grandes maravillas del mundo hacia el año 2000 antes de J.C., la joya de la arquitectura del Oriente antiguo. De muy lejos acudían viajeros para admirarlo. «¡He visto Mari!» escribe entusiasmado un mercader de la ciudad fenicia Ugarit.
El último rey que residió en él se llamó Zimri-Lim. Los ejércitos del célebre Hammurabi de Babilonia sometieron el reino de Mari, situado en el Éufrates medio, y destruyeron la gran metrópoli.
Bajo los techos y paredes caídos se hallaron las cenizas de los braseros de los guerreros babilónicos, las cenizas de las llamas que el cuerpo de incendiarios del ejército utilizó para destruir el palacio.
Esto no obstante no pudieron acabar con él por completo podría ser: Esto no obstante, no pudo derruirlo completamente). Quedaron en pie muros de hasta cinco metros de alto. «Y las instalaciones del palacio — escribe el profesor Parrot —, tanto en las cocinas como en las salas de baño, podían ser puestas en servicio de inmediato aún ahora, después de cuatro milenios de la demolición, sin requerir reparaciones de ninguna clase.» En las salas de baño estaban las bañeras. En las cocinas se encontraron moldes para ciertos guisos, y en las chimeneas se hallaron hasta carbones.
La contemplación de las majestuosas ruinas ofrece un espectáculo imponente. Una única puerta, situada al norte, hacía más fácil la vigilancia y la defensa. Una vez se ha cruzado toda una serie de patios y corredores, se llega al gran patio interior desbordante de luz. Era éste el centro de la vida oficial y al propio tiempo de la administración del reino. El soberano recibía allí a sus empleados, a sus diplomáticos y embajadores. Amplios corredores conducían a las habitaciones particulares del rey.
Un ala del palacio servía exclusivamente para las ceremonias religiosas. Allí estaba también instalado, al cual conducía una magnífica escalinata, el salón del trono. Un largo pasadizo llevaba a través de muchas salas al oratorio del palacio, en el cual existía la imagen de la diosa de la fecundidad, que era objeto de culto. Del recipiente que tenía en sus manos manaba sin interrupción «el agua portadora de la vida eterna.»
Toda la corte vivía bajo el mismo techo que el rey. Los ministros, los administradores, los secretarios, los escribientes, tenían sus departamentos especiales.
Había una especie de oficina para los asuntos exteriores, y un ministerio de comercio en el gran palacio del reino de Mari. Sólo en ellos estaban ocupados más de cien empleados inscribiendo en las tablillas mensajes que llegaban y salían.
Maravillosas pinturas murales, de gran tamaño, daban al palacio un aspecto decorativo. Hasta nuestros tiempos han conservado toda la magnificencia de su colorido.
Parece como si hubiesen sido realizadas ayer. Y, sin embargo, son las pinturas más antiguas del país que está situado entre los dos ríos, mil años más antiguas que los famosos frescos de las suntuosas construcciones de los soberanos asirios de Corsabad, Nínive y Nemrod.
La magnitud y la magnificencia de este singular palacio correspondían a las del reino que desde él era gobernado. Que éste fue magnífico durante varios milenios nos lo han demostrado los archivos del palacio.
FIG. 7. — Esta pintura que figura en la Sala 106 del palacio de Mari muestra la entronización de Zimri-Lim por la diosa Ishtar.
Las noticias, las actas, las órdenes de gobierno, las cuentas inscritas hace cuatro mil años por los escribientes de la corte con asiduidad extraordinaria en las tablillas de barro, han de revivir de nuevo. Hasta ahora sólo con algunos centenares ha sido posible hacerlo. En París, el profesor Georges Dossin, de la Universidad de Lieja, y toda una serie de asiriólogos se han dedicado a descifrarlas y traducirlas. Transcurrirán muchos años antes de que puedan ser traducidos los 23.600 documentos y publicadas sus traducciones.
Cada uno de ellos contiene una piedrecita del mosaico de la auténtica historia del reino Mari.
Numerosas disposiciones sobre la construcción de canales, esclusas, diques, y plantaciones de árboles a las orillas de los ríos, aparecen dando a entender que el bienestar del país dependía, en gran parte, del sistema de distribución de riegos, sistema que estaba vigilado constantemente y cuidadosamente conservado por ingenieros del Estado.
Dos tablas contienen la relación de 2.000 trabajadores con todos sus nombres y el gremio a que pertenecían.
El sistema de noticias del reino de Mari funcionaba en forma tan rápida y ejemplar, que no tendrían nada que envidiar a la telegrafía moderna. Los mensajes muy importantes eran transmitidos por medio de señales consistentes en fogatas encendidas en diversos sitios, desde las fronteras de Babilonia hasta la actual Turquía, es decir, a lo largo de 500 kilómetros, lo cual se realizaba en el transcurso de unas pocas horas.
Mari se encontraba situada en el punto de confluencia de las grandes rutas de caravanas entre el Oeste y el Este, entre el Norte y el Sur, y, por tanto, no es de admirar que el intercambio de mercancías entre Chipre y Creta, el Asia Menor y la Mesopotamia meridional, diese lugar a un activo comercio de importación y exportación, que era anotado en las tablillas de barro. Pero éstas, no sólo informaban sobre los asuntos cotidianos, sino también, en forma minuciosa, sobre los cultos, las procesiones para celebrar la entrada de un año nuevo organizadas en honor de Ishtar, los oráculos y la interpretación de los sueños. Veinticinco divinidades eran honradas en Mari. Una lista de carneros sacrificados, que solía donar Zimri-Lim, cita por sus nombres a los dioses venerados.
Gracias a numerosos y singulares relatos en las tablillas de barro, podemos formarnos la idea de que el reino de Mari era un estado del siglo XVIII antes de J.C., perfectamente ordenado y con una administración modelo. Una cosa produce admiración, y es que ni en las pinturas ni en las esculturas se han hallado representaciones de sucesos bélicos.
Los habitantes de Mari eran amoritas, sedentarios hacía mucho tiempo y amantes de la paz. Las actividades más apreciadas por ellos eran las relacionadas con la religión, la cultura, el comercio. Las conquistas, las proezas, el fragor de las armas no les interesaban gran cosa. Sus rostros, tal como aparecen en las estatuas y en las pinturas que nos los representan, irradian una alegre serenidad.
No obstante esto, la seguridad y la defensa de su país no les dejaba libres totalmente de preocupaciones bélicas. En sus fronteras, en efecto, vivían tribus nómadas de raza semita, a las cuales atraían poderosamente los ubérrimos pastos, los campos llenos de hortalizas y las tierras (de pan llevar del reino de Mari ver original). Cada vez se acercaban más a sus límites y penetraban con sus rebaños en amplias zonas de los campos de cultivo, inquietando con esto a los colonos. Había que estar prevenidos en contra de ellos. A tal fin se instalaron puestos de observación en la frontera que servían al mismo tiempo para la vigilancia y para la defensa. Todo lo que allí sucedía era comunicado a Mari.
Los asiriólogos de París descifran una tablilla procedente de los archivos de Mari. Admirados leen un comunicado de Bannum, un oficial de la Policía de la estepa, que dice así:
«Dile a mi Señor: ésta es de Bannum, tu servidor; ayer salí de Mari y pernocto en Zurubán. Todos los benjaminitas hicieron señales con fogatas. Desde Samanum hasta Ilum-Muluk, desde Ilum-Muluk hasta Mishlan, todos los lugares de los benjaminitas en el distrito de Terca contestaron con señales de fogatas, pero hasta ahora no estoy seguro de lo que tales señales significan. Ahora trato de averiguarlo. Escribiré a mi Señor si lo consigo o no. Manda reforzar la guardia de Mari y no dejes salir a mi Señor fuera de la puerta.»
En este auténtico parte policíaco del Éufrates medio, del siglo XIX antes de J.C., aparece un nombre que en la Biblia corresponde a una tribu muy conocida: los benjaminitas.
De ellos se habla muy a menudo. Por lo que se ve causaban muchos quebraderos de cabeza a los soberanos de Mari, y períodos enteros de la historia del reino son designados con su nombre.
En las dinastías del reino de Mari los años de gobierno no se contaban por números, sino que eran designados por determinados acontecimientos tales como la construcción y consagración de nuevos templos, la erección de grandes presas para el mejoramiento de los riegos, el refuerzo de las defensas junto al río Éufrates, o por los censos de la población. Por tres veces mencionan las tablas indicadoras del tiempo a los benjaminitas:
«El año en que Vahdulim fue a Hên y puso su mano sobre la estepa de los benjaminitas,» quiere decir: en el tiempo del reinado del soberano de Mari llamado Yahdulim, y «El año en que Zimri-Lim ha dado muerte al davidum de los benjaminitas…»
«El segundo año en que Zimri-Lim ha dado muerte al dawidum de los benjaminitas…,» es decir: la época en que reinaba Zimri-Lim, el último soberano de Mari.
Un voluminoso intercambio de correspondencia entre gobernadores, hombres de estado y agentes de la administración pública gira únicamente alrededor de esta cuestión: ¿conviene arriesgarse a hacer el censo de los benjaminitas o no?
Los censos de la población en el reino de Mari no eran algo inusitado.
Ellos daban la base para organizar el gravamen e impuestos públicos, para reclutar a los ciudadanos con el fin de cumplir el servicio castrense. Con este fin la población se dividía en distritos y todos los obligados al servicio militar eran anotados en listas. Esto duraba varios días y los agentes del gobierno distribuían gratuitamente cerveza y pan. Los jefes de la administración del palacio de Mari hubieran querido alistar de muy buena gana a los benjaminitas. Pero los em
pleados del Gobierno en los distintos distritos lo han pensado mucho y advierten que aún no conocen lo bastante a estas tribus nómadas y levantiscas.
«Por lo que se refiere a un censo de los benjaminitas de que me hablas…,» así da comienzo Samsi-Addu a una misiva que dirige a Iasmah-Addu en Mari. «Los benjaminitas no son muy apropiados para hacer un censo. Si se lo exiges, sus hermanos los Ra-Ab-Ba-yi, que habitan a la otra parte del río, se enterarán de ello. Estarán descontentos y no volverán más a su país. ¡No hagas jamás un censo entre ellos, te lo suplico!»
De este modo los benjaminitas quedaron privados del derecho a percibir gratis la cerveza y el pan, pero al mismo tiempo quedaron libres de los impuestos y de prestar el servicio militar.
Más tarde los hijos de Israel tendrán que realizar censos de este estilo, idénticos a los que se hacían en Mari. Es la primera vez en tiempos de Moisés, por precepto de Yahvé, después del éxodo de Egipto. Todos los hombres de más de veinte años, hábiles en el manejo de las armas, fueron registrados por familias (Num. 1-4). Años más tarde, al finalizar su estancia en el desierto, con miras al reparto de la tierra de Canaán hace Moisés un segundo censo (Num. 26). En tiempo de los reyes, David hace entre el pueblo un nuevo censo. Ha proyectado una reorganización militar y encarga realizarla al jefe del ejército, llamado Joab (2 Sam.. 24). Yahvé, según explica la Biblia, indujo al rey David a realizar este censo a fin de castigar al pueblo. Los israelitas eran ante todo amantes de la libertad; por eso los reclutamientos y la perspectiva de una convocatoria para lo que fuera les resultaba odioso. Aún en el año 6 después de Cristo el censo ordenado por el gobernador Quirinio por poco da origen a una abierta rebelión.
Es digno de notarse que el mundo debe precisamente a este pacífico pueblo de Mari el más antiguo modo de realizar un reclutamiento. Los babilonios y asirios, los griegos y los romanos, y luego los Estados modernos han copiado este modelo. En todos los países del mundo los censos para la imposición de impuestos y para el reclutamiento militar corresponden al modelo utilizado en Mari.
En París la mención de los benjaminitas es lo que despierta la curiosidad y aumenta la expectación. Y existe motivo para ello.
En efecto, en otras inscripciones cuneiformes, los asiriólogos encuentran intercalada en los comunicados de los gobernadores y hombres de estado del reino de Mari una serie de nombres muy familiares que pertenecen a la historia bíblica, tales como Péleg y Serug, Najor, Téraj y… Harán.
«Esta es la genealogía de Sem…— se dice en Gen. 11 —. Péleg contaba 30 años cuando engendro a Reú. / Había vivido Reú 32 años cuando engendro a Serug. / Serug contaba 30 años de vida cuando engendro a Najor. / Llevaba Najor 29 años de vida cuando engendro a Téraj. / Había vivido Téraj 70 años cuando engendro a Abraham, a Najor y a Harán.»
Los nombres de los antepasados de Abraham surgen de la oscuridad de los tiempos antiguos como nombres de ciudades del noroeste de Mesopotamia. Situadas estas en «Padam-Aram»; la llanura de Aram. En medio de ella está Jarán, que, según reza la descripción, fue una ciudad floreciente en los siglos XIX y XVIII antes de J.C. Jarán, la patria de Abraham, la patria del pueblo hebreo, es conocida aquí por primera vez, según lo atestiguan textos de la época. Un poco más arriba, en el mismo valle Balicu, estaba situada la ciudad que como ésta llevaba un nombre bíblico, Najor, la patria de Rebeca, la esposa de Isaac.
«Era, pues, Abraham anciano, entrado en años, y Yahvé habíale bendecido en todo. Y dijo Abraham al servidor más viejo de su casa, administrador de cuanto poseía: «Pon tu mano debajo de mi muslo para que yo te tome juramento por Yahvé, Dios del cielo y de la tierra, de que no tornarás para mi hijo mujer de entre las hijas de los cananeos, en medio de los cuales habito, sino que irás a mi tierra y mi parentela, a fin de tomar mujer para mi hijo Isaac»… Luego tomó el siervo cuanto de bueno tenía su señor… y se dirigió a Aram Naharáyim, a la ciudad de Najor» (Gen. 24:1-4, 10).
La ciudad bíblica Najor de pronto ha quedado ubicada con sus alrededores conocidos. El siervo de Abraham se dirigió al reino del soberano de Mari. El encargo indeclinable de su señor, según nos lo transmite la Biblia, demuestra que Abraham conoce a la perfección la parte de Mesopotamia así como la ciudad de Najor. Si no, ¿cómo podría hablar de esta ciudad? Según los datos contenidos en la Biblia puede calcularse fácilmente que Abraham abandonó a Jarán, su patria, 645 años antes que los hijos de Israel saliesen de Egipto. Ahora bien, éstos caminaron bajo la dirección de Moisés a través del desierto hasta la tierra prometida en el siglo XIII antes de J.C. Esta fecha, según veremos, ha quedado bien establecida arqueológicamente. Abraham debió por tanto de haber vivido unos 1.900 años antes de J.C. Los hallazgos de Mari comprueban cuan exactos son estos datos de la Biblia. En efecto, 1.900 años antes de Jesucristo, según los datos contenidos en el archivo de palacio, Jarán y Najor eran ciudades florecientes.
Los documentos del reino de Mari suministran por primera vez una prueba hasta ahora nunca oída; las historias de los patriarcas contenidas en la Biblia no son, como a menudo han sido consideradas, por algunos, «leyendas piadosas,» sino sucesos y descripciones de hechos históricos, perfectamente enmarcados en el tiempo.
6. Hacia Canaán.
Una ruta de caravanas de 1.000 kilómetros de longitud. — Hoy se requieren cuatro visados para recorrerla. — El país de la púrpura.— Expediciones de castigo contra los «habitantes del desierto.» — Grandiosas ciudades en la costa y un interior inquieto. — La obra más vendida en Egipto trata sobre Canaán. — Sinuhe elogia el «País excelente.» — El nombre de Jerusalén en vasos mágicos. — Castillos de defensa. — Sellin encuentra a Sikem. — Abraham escoge la ruta de la montaña.
Y TOMÓ A SARAY, SU MUJER, A LOT, HIJO DE SU HERMANO, Y A TODA LA HACIENDA QUE HABÍA ACOPIADO Y LAS PERSONAS QUE EN JARÁN HABÍA REUNIDO, Y PARTIERON CAMINO DE LA TIERRA DE CANAÁN (Gen. 12:5).
El camino desde Jarán, la patria de los patriarcas, hasta la tierra de Canaán se extiende a más de mil kilómetros en dirección sur. Descendiendo por el río Balicu llega al Éufrates, y desde allí continúa por una ruta milenaria de caravanas que, pasando por el oasis de Palmira, la bíblica Tadmor, hasta Damasco, toma luego la dirección Sudoeste, hasta llegar al lago de Genesaret. Es una de las rutas comerciales que desde las épocas más remotas conducen desde el Éufrates hasta el Jordán, desde la rica Mesopotamia hasta las ciudades fenicias en las orillas del Mediterráneo, hasta Egipto, la lejana tierra del Nilo…
Hoy día, todo aquel que quiera recorrer la ruta que Abraham siguió, se ve obligado a visar su pasaporte cuatro veces; necesita un visado de Turquía, donde está emplazada Jarán; otro de Siria para el trecho comprendido entre el Éufrates y el Jordán, pasando por Damasco, y otros dos de Jordania y de Israel, que ocupan lo que en otro tiempo fue el antiguo Canaán.
En tiempo de los Patriarcas todo esto resultaba más fácil, ya que el largo trayecto sólo atravesaba un grande estado: el reino de Mari. Los territorios de otros estados más pequeños entre el Éufrates y el Nilo podían ser rodeados fácilmente; después, el camino a Canaán quedaba libre.
La primera gran ciudad que Abraham encontró en su peregrinación, existe aún hoy día; es Damasco. El viaje en coche desde Damasco a Palestina constituye, sobre todo en la primavera, una experiencia maravillosa.
fig. 8. — El padre de los Patriarcas siguió este camino al dirigirse desde el reino de Mari a Canaán.
La antiquísima ciudad, con sus estrechas callejuelas y los oscuros pasadizos de sus bazares, con sus mezquitas y con los restos de sus construcciones romanas, se halla situada en medio de una extensa y fértil llanura. Cuando los árabes hablan del paraíso, piensan en Damasco. Ningún lugar del Mediterráneo puede compararse con esta ciudad que en cada primavera se viste con la magnificencia de variadísimas flores.
En los innumerables jardines, en los vergeles, situados junto a las murallas, crecen los albaricoqueros y los almendros, que exhiben su exuberante floración. Árboles en flor bordean la carretera, que en ligera pendiente se dirige hacia el Sudoeste. Campos ubérrimos alternan con olivares y extensas plantaciones de moreras. Por la parte alta, a la derecha de la carretera, irrumpe el río Barada, al cual debe el país su fertilidad. Allí levanta sus cumbres al cielo desde la lisa y florida llanura, escarpado y majestuoso, el célebre Hermón con sus 2.750 metros de altura. En la falda de este monte brotan las fuentes del Jordán. Dominando los dos países, parece que la naturaleza lo ha colocado allí cual mojón fronterizo entre Siria y Palestina. Su cumbre airosa permanece cubierta de nieve hasta en verano, cuando el calor es sofocante. La impresión resulta aún más imponente al ver que a lo lejos, a la izquierda de la carretera, desaparece el verdor de los campos. Monótonas colinas de color gris, atravesadas por valles secos, se extienden hasta el encendido horizonte donde empieza el ardiente desierto de Siria.
Los campos y los prados van siendo cada vez más escasos. El verdor va adquiriendo cada vez un colorido más grisáceo, propio de la arenosa estepa. Después los grandes tubos de un oleoducto cruzan la carretera. El petróleo que por ellos fluye ha realizado ya un largo recorrido; a mil quinientos kilómetros de distancia, desde las torres de sondeo de las islas Bahrein, situadas en medio del Golfo Pérsico, empezó su viaje, que terminará en la ciudad portuaria de Saida, en el Mediterráneo. Saida es la antigua Sidón de la Biblia.
Detrás de una montaña, dejada a un lado, aparece de repente el quebrado país de Galilea. Pocos minutos después es preciso pasar por la oficina de control de pasaportes. Siria queda atrás. La carretera cruza un pequeño puente, debajo de cuyo arco discurre un mísero riachuelo. Es el Jordán; nos hallamos en Palestina, en el joven estado de Israel.
Después de un viaje de 10 kilómetros entre peñas de basalto de color oscuro, el lago Genesaret centellea con su fondo color azulado. En este tranquilo lago, en el cual parece que el tiempo ha detenido su curso, predicó Jesús desde una barca ante la pequeña aldea de Cafarnaún. Aquí es donde dijo a Pedro que echara las redes para que realizara la copiosa captura. Dos mil años antes pacieron en sus orillas los rebaños de Abraham, pues el camino de Mesopotamia a Canaán pasa junto al lago de Genesaret.
Canaán es la estrecha y montañosa faja de tierra, situada entre la costa del Mediterráneo y los confines del desierto, desde Gaza al sur, hasta Hamat al norte, a orillas del Orontes.
Canaán significa «el país de la púrpura.» Este nombre se debe a un producto del país muy apreciado. Ya en tiempos muy antiguos sus habitantes extraían de un caracol de mar, que se recogía en sus playas, el colorante más célebre del mundo antiguo, la púrpura. Era tan raro, tan difícil de obtener, y por consiguiente, tan caro, que sólo podían adquirirlo los potentados. Las vestiduras teñidas de púrpura eran consideradas en todas partes como signo de alta alcurnia. Los griegos denominaban «fenicios» a los fabricantes y tintoreros de púrpura establecidos en la costa del Mediterráneo, y a su país «Fenicia,» que en su idioma quiere decir «púrpura.»
El país de Canaán es asimismo la cuna de dos cosas, que de verdad conmovieron el mundo: la palabra Biblia y nuestro alfabeto. Una ciudad fenicia dio su nombre a la palabra griega que significa «libro»; de Biblos, la ciudad marítima de Canaán, se formó «biblon» y después «Biblia.» En el siglo IX antes de J.C. los griegos tomaron de Canaán los signos de nuestro alfabeto.
Fueron los romanos quienes, empleando el nombre de los más acerbos enemigos de Israel, bautizaron la parte de este país que debió ser la patria de este pueblo con el nombre de «Palestina,» palabra derivada de «Pelishtim,» es decir «filisteos.» Éstos son nombrados en el Antiguo Testamento y vivieron en la parte sur de la costa de Canaán. La tierra prometida, todo Israel, se extendía, según la Biblia, desde Dan a Bersabé (1 Sam.. 3:20), es decir, desde las fuentes del Jordán, a los pies del Hermón, hasta las colinas situadas al oeste del Mar Muerto, hasta las tierras del Mediodía, el Negueb.
Si observamos un globo terráqueo, veremos que Palestina es sólo una pequeña mancha comparada con la inmensidad de la tierra, un país insignificante. El antiguo reino de Israel puede recorrerse hoy cómodamente en coche en el espacio de tiempo de un día, siguiendo la línea de sus fronteras. Tiene 234 kilómetros de Norte a Sur, 37 kilómetros de ancho por la parte más angosta, y en conjunto: 25.124 kilómetros cuadrados de superficie, que equivalen a la isla de Sicilia. Solamente durante algunos decenios de su movido pasado fue mayor. Bajo el reinado de David y Salomón, el territorio del Estado se extendía hasta el Mar Rojo, junto a Esyon-gueber por el Sur, y hasta más allá de Damasco por el Norte, introduciéndose en Siria. El actual estado de Israel con sus 20.720 kilómetros cuadrados representa una quinta parte de lo que fue el reino de sus antepasados.
Nunca florecieron aquí ni la artesanía, ni la industria de modo tal que sus productos fuesen solicitados por el resto del mundo. Cruzado por colinas y por cordilleras, cuyos picos se elevan a más de mil metros, rodeado al Sur y al Este por estepas y desiertos, al Norte por las montañas del Líbano y del Hermón, al Oeste por la costa llana y arenosa, parece una mísera isla entre los grandes reinos del Nilo y del Éufrates, entre dos continentes. Al este del Delta del Nilo termina África. Después de 150 kilómetros de anchura empieza Asia, y en su umbral se halla Palestina.
Si en el curso de su accidentada historia se ve envuelta repetidamente en los grandes problemas mundiales, ello es debido a este emplazamiento. Canaán es el eslabón que sirve de lazo de unión entre Egipto y Asia. La ruta comercial más importante del mundo antiguo pasa a través de este país. Mercaderes, caravanas, tribus trashumantes y la población toda siguen este camino que después seguirán los ejércitos de los grandes conquistadores. Egipcios, asirios, babilonios, persas, griegos y romanos se sirven del país y de sus habitantes para realizar sus fines económicos, estratégicos y políticos. El gigante del Nilo, potencia de primer orden en el tercer milenio antes de J.C., impulsado por intereses mercantiles, extendió sus tentáculos hasta el viejo Canaán.
«Llevamos cuarenta naves cargadas con troncos de cedros. Construimos naves de madera de cedro. Una de ellas — El «Loor de los dos Países» — tiene 50 metros de longitud. Las puertas del palacio las hicimos de madera de cedro.» Tal era el contenido de la estadística de la importación de madera hacia 2600 antes de J.C. Los datos relativos a este transporte de madera bajo el faraón Snofru se hallan grabados en una tablilla de diorita negra y dura. Esta magnífica pieza se halla depositada en el Museo de Palermo. Frondosísimos bosques cubrían entonces los montes del Líbano. La noble madera de sus cedros y merus, una clase especial de las coníferas, era una madera de construcción que los faraones empleaban y apreciaban mucho.
Quinientos años antes de Abraham, florecía en las costas de Canaán el comercio de importación y exportación. El país del Nilo cambiaba el oro y las especias de Nubia, el cobre y las turquesas de las minas del Sinaí, el lino y el marfil por la plata de Tauro, los artículos de cuero de Biblos, los vasos esmaltados de Creta. Los potentados hacían teñir de púrpura sus túnicas en las grandes tintorerías de Fenicia. Para el adorno de las damas de la corte producían un bello color azul lapislázuli (los párpados teñidos de azul era entonces la gran moda) y el «stibium,» el cosmético para las mejillas tan apreciado por las damas de aquella época.
En las ciudades marítimas de Ugarit (hoy día Ras-Samra) y Tiro se establecieron cónsules egipcios; la ciudad fortificada Biblos se convirtió en una colonia egipcia; se levantaron monumentos a los faraones y los príncipes tomaron nombres egipcios.
Pero si las ciudades de la costa presentan el aspecto de una vida internacional activa y próspera, pocos kilómetros tierra adentro existe un país muy diferente. Las montañas de junto al Jordán son un hervidero de inquietudes. Las agresiones de los nómadas a la población sedentaria, los tumultos, las contiendas y las guerras entre las diversas ciudades se siguen sin interrupción.
Como todo esto dificulta el paso de las caravanas a lo largo de la costa del Mediterráneo, los egipcios tienen que realizar expediciones de castigo para llamar al orden a los perturbadores de la paz. Las inscripciones contenidas en el sepulcro del egipcio Uni nos dan una idea clara de la forma en que, hacia el año 2350 antes de J.C.t tenía lugar una de estas expediciones de castigo.
El comandante militar Uni recibe del faraón Fiops I la orden de organizar un ejército. Hablando de la expedición, se expresa de la siguiente manera:
«Su Majestad combatió a los habitantes del desierto y para ello reunió un ejército en toda la parte meridional del país, al sur de Elefantina…, por todo el Norte, y entre los nubios de Jertet, de Mazoi y de Jenan. Yo fui quien trazo el plan a seguir para todos ellos…»
La gran disciplina de la potencia multicolor es objeto de muchas alabanzas; al leerlas, nos enteramos de las cosas más codiciadas que era posible hallar en Canaán como botín.
«Ninguno de ellos robó… sandalias de uno que venía por el camino…; ninguno de ellos tomó el pan de ninguna ciudad; ninguno tomo a nadie una cabra.»
El comunicado de Uni anuncia con orgullo un gran éxito, y contiene al propio tiempo valiosas noticias sobre el país:
«El ejército del Rey regresó bien a su patria después de haber devastado el país de los habitantes del desierto… después de haber destruido sus fortalezas… después de haber arrancado sus higueras y sus vides, después de hacer muchos prisioneros. Su Majestad me mandó recorrer cinco veces el país de los habitantes del desierto después de cada sublevación.»
Así vinieron los primeros semitas a Egipto, designados despectivamente con el nombre de «habitantes del desierto» en el país de los faraones.
Chu-Sebek, ayudante del rey egipcio Sesostris III, escribe 500 años después un comunicado de guerra, que (grabado en una lápida conmemorativa hallada en Abidos en el curso superior del Nilo) dice así:
«Su Majestad se dirigió al Norte para derrotar a los beduinos asiáticos… Su Majestad llegó a un lugar llamado Sekmen… Entonces cayó Sekmen junto con el mísero Retenu.»
Los egipcios designaban a la tierra de Palestina y de Siria con el nombre de «Retenu.» «Sekmen» es la ciudad bíblica Sikem, la primera ciudad de Canaán que Abraham encuentra en su peregrinación (Gen. 13:5).
Con la expedición de Sesostris III hacía el año 1850 antes de Jesucristo nos hallamos en mitad de la época de los patriarcas. Entre tanto Egipto ha puesto su mano sobre Canaán; el país está sometido a la soberanía de los faraones. Gracias a los arqueólogos, el mundo posee un único documento de esta época, una verdadera joya de las letras antiguas. El autor es un tal Sinuhe de Egipto. El lugar del suceso, Canaán. La época de la acción, entre 1971 y 1928 antes de J.C., bajo el reinado de Sesostris I.
Sinuhe, un personaje distinguido que interviene en la corte, se ve envuelto en una intriga política; teme por su vida y emigra a Canaán.
«… Cuando dirigí mis pasos hacia el Norte, llegué a la muralla de los príncipes, levantada para tener alejados a los beduinos y para reprimir a los nómadas del desierto 1. Me escondí debajo de unos matorrales por temor de que me viera la guardia de la muralla, que estaba prestando servicio allí. Cuando se hizo de noche, me puse de nuevo en camino. Al amanecer… cuando llegué junto al lago Amargo 2, caí agotado. La sed me devoraba y mi garganta estaba reseca. Entonces me dije: ¡Mi muerte está cerca! Pero, al elevar mi corazón y al arrebujar mi cuerpo, oí el mugido de los rebaños que se acercaban y a su frente vi a unos beduinos. El que hacía de guía, que había estado en Egipto, me reconoció. Me dio agua, me calentó leche y me llevó consigo a su tribu. Se portaron muy bien conmigo.»
Sinuhe, pues, logró huir. Pudo pasar de incógnito la gran muralla de los faraones, que se desarrollaba exactamente por donde hoy día pasa el canal de Suez. Esta «Muralla de los Príncipes» contaba entonces algunos centenares de años. Un sacerdote la menciona ya 2650 años antes de J.C. «Se construirá la «Muralla de los Príncipes,» que no permitirá la infiltración de los asiáticos en Egipto. Éstos solicitan agua… para poder abrevar sus rebaños.»
Más tarde los hijos de Israel atravesarán repetidas veces estas murallas; no hay otro camino para dirigirse a Egipto. Abraham será el primero que la contemple, cuando, acuciado por el hambre, se dirija al país del Nilo (Gen. 12:10).
Sinuhe sigue diciendo: «Un país sucedía a otro. Llegué a Biblos 3 y después a Kedme 4; aquí permanecí un año y medio. Ammienski 5, el príncipe del «Retenu» superior 6, me tomó a su lado y me dijo:
«Lo pasarás bien conmigo; oirás hablar egipcio. Esto lo dijo porque sabía quién era yo, pues los egipcios 7 que estaban con él le habían hablado de mí.»
Todo lo que le ocurrió al fugitivo de Egipto lo podemos leer y hasta con detalles de su vida cotidiana.
«Ammienski me dijo: desde luego, Egipto es bello; pero… tú permanecerás aquí a mi lado; me portaré bien contigo.»
«Me puso por encima de todos sus hijos y me dio en matrimonio a su hija mayor. Me dejó elegir entre lo mejor de la tierra que le pertenecía y yo elegí una parcela que estaba situada en los confines de otro país. Era una tierra muy bella llamada Jaa. Había en ella higueras, viñas y más vino que agua. Era rica en miel y abundante en olivares. Toda clase de frutas colgaban de sus árboles. Había en ella también trigo, cebada y rebaños sin número. Mucho me proporcionó mi popularidad. Me hizo príncipe de su tribu en la parte más escogida de su país. Todos los días comía pan, carne cocida y ganso asado y bebía vino; además, caza del desierto que cobraban expresamente para mí y que me traían amén de lo que mis lebreles cazaban… y leche preparada de muy diversas formas. Así pasé muchos años y mis hijos se hicieron hombres robustos, cada uno jefe de su respectiva tribu.
«El mensajero que, salido de Egipto, se dirigía al Norte, o en dirección Sur se dirigía hacia la corte, se hospedaba en mi casa 8; yo daba a todos hospedaje, daba agua al sediento, mostraba el camino al que se había extraviado y protegía a todos los que eran asaltados.
«Cuando los beduinos salían para combatir a los príncipes de los demás países, yo les ilustraba sobre el plan de campaña, pues el príncipe de Retenu me confió el mando de sus tropas durante muchos años, y en todo país en que entraba, hacía… y… de las tierras de pastos y de sus fuentes. Me apoderaba de sus rebaños, arrojaba sus gentes y tomaba posesión de sus provisiones. Mataba a los enemigos con mi espada y mi arco 9 gracias a mi destreza y mis certeros golpes.»
Entre las muchas aventuras vividas junto a los «asiáticos,» parece haber impresionado profundamente a Sinuhe un combate a vida o muerte que describe hasta en sus mínimos detalles. Un «bravucón» de Retenu se burló un día de él y le retó. Estaba seguro de poder dar muerte a Sinuhe y apoderarse así de sus rebaños y de su hacienda. Pero Sinuhe, que desde su juventud había sido un buen arquero en Egipto, da muerte a aquel hombre «robusto» que se le acercaba con el escudo, el puñal y la lanza, clavándole una flecha en el duro cuello. El botín que adquiere como consecuencia de este duelo le hace aún más rico y poderoso.
Ya anciano, se apodera de él la añoranza de su patria. Y una misiva de su faraón, Sesostris I, le reclama.
«… Haz lo posible por regresar a Egipto, para que puedas ver la corte en que te formaste y besar la tierra junto a las dos grandes puertas… Piensa en el día en que serás llevado al sepulcro. Te ungirán con aceite y te envolverán en fajas de la diosa Tait 10. Te acompañará un cortejo en el día de tu sepelio. La caja será de oro y su cabeza de lapislázuli. Serás colocado en el ataúd. Te arrastrarán bueyes y el cortejo estará precedido por cantores y en la puerta de tu tumba se bailará la danza de los enanos. Recitarán en tu favor oraciones sacrificiales y se harán ofrendas en el ara. Las columnas de tu sepulcro serán de piedra caliza y se colocará entre la de los príncipes del reino. Que no suceda que mueras en tierra extraña y que los «asiáticos» te den sepultura envolviendo tu cuerpo con una piel de carnero.»
El corazón de Sinuhe exulta. Se decide en seguida por el regreso. Distribuye su hacienda entre sus hijos y nombra a su primogénito «jefe de la tribu.» Tal era la costumbre entre los nómadas semíticos; tal entre Abraham y sus descendientes: era el derecho hereditario de los Patriarcas, que, más tarde, se convirtió en ley para el pueblo de Israel.
«Mi tribu y toda mi hacienda pasó a ser posesión suya, lo mismo que mis gentes y todos mis rebaños, mis cosechas y todos mis árboles dulces 11. Entonces me dirigí hacia el Sur.»
Los beduinos le escoltan hasta los fuertes de la frontera con Egipto. A continuación un enviado del Faraón le acompaña hasta una nave que le lleva a una ciudad situada al sur de Menfis.
¡Qué contraste… entre una tienda en la residencia real y la vida sencilla y llena de peligros del pasado y de nuevo la seguridad y el lujo de una urbe ultracivilizada!
«Allí encontré a Su Majestad, sentado en el gran trono del salón dorado y plateado. Entonces llamaron a los hijos del rey. Su Majestad dijo a la reina: ¡Ahí tienes a Sinuhe, que viene hecho un asiático y convertido en beduino!
«Ella lanzó un grito y sus hijos hicieron otro tanto. Y dijeron a Su Majestad: ¿Es él en realidad, mi Señor Rey?
«Su Majestad dijo: ¡Él es en efecto!
«Fui llevado a un palacio principesco — sigue narrando con entusiasmo Sinuhe — en el cual había cosas preciosas, y… hasta una sala de baño… Había verdaderos montones de tesoros, vestiduras reales de lino; mirra y aceite del más fino; siervos del Rey a quienes él apreciaba estaban en sus aposentos; y los cocineros cumplían con su obligación. Mi cuerpo se rejuveneció. Me afeitaron y peinaron la cabellera. La sordidez la dejé en el extranjero 12, y la burda vestimenta la entregué a los nómadas del desierto. Me vistieron de finísimo lino y fui ungido con el mejor aceite del país. ¡Volví a dormir en una cama!.. De esta forma viví, honrado por el Rey, hasta que llegó el día de la separación.»
No existe solamente un ejemplar de la historia de Sinuhe; han sido hallados otros varios. Debió ser una obra muy solicitada y de la cual, por tanto, se hicieron muchas «ediciones.» No sólo en el Imperio Medio de Egipto, sino también en el Nuevo, parece que gustaba su lectura, según lo dan a entender las copias diversas halladas. Fue como si dijéramos un «éxito literario,» el primero del mundo y justamente sobre Canaán.
Los investigadores que lo descubrieron a fines del siglo pasado se sintieron subyugados por él exactamente igual que los contemporáneos de Sinuhe; sin embargo, lo consideraron como una narración fantástica, bien hilvanada al estilo egipcio y falta en absoluto de realidad. De esta suerte el relato de Sinuhe se convirtió en una mina de información para los egiptólogos, pero no para los historiadores. Mientras se discutía sobre la interpretación que debía darse al texto, sobre su escritura, su sintaxis, se olvidaba el verdadero contenido del documento.
Sin embargo, el relato de Sinuhe ha sido rehabilitado. Hoy día sabemos que el egipcio escribió una historia verídica y objetiva sobre el Canaán de aquel tiempo, en el cual se movió Abraham.
A los textos jeroglíficos sobre las campañas egipcias debemos los primeros testimonios sobre Canaán. Concuerdan exactamente con las descripciones de Sinuhe. Por otra parte, el relato de este distinguido egipcio coincide en algunos pasajes casi textualmente con versículos que en la Biblia aparecen con frecuencia.
«Pues el Señor te guía a una tierra excelente,» se dice en Dt. 8:7.
«Era una tierra excelente,» dice Sinuhe. «Una tierra — prosigue la Biblia — de olivares, productores de aceite y de miel.» En el texto egipcio se dice: «Su miel era copiosa y numerosos sus olivares. Yo tenía pan como alimento cotidiano.»
La descripción que Sinuhe hace de la vida que lleva entre los amontas en una tienda, rodeado de sus rebaños y enredado en las luchas con los orgullosos beduinos que han de alejar de sus tiendas, sus pastos y sus pozos. Corresponde exactamente a la imagen de la vida de los Patriarcas que nos pinta la Biblia. También Abraham y su hijo Isaac tienen que dirimir disputas sobre sus pozos (Génesis 21:25; 26:15-20).
Una detenida investigación nos deja ver el cuidado y la exactitud con que la Biblia reseña las verdaderas condiciones de aquella época. La gran cantidad de documentos y monumentos recientemente descubiertos nos permite una reproducción plástica y de acuerdo con la realidad de las condiciones de vida en Canaán en tiempo de los Patriarcas.
Alrededor del año 1900 antes de J.C., Canaán era un país poco poblado. En realidad podría decirse que era una «tierra de nadie.» Acá y allá, en medio de campos cultivados, surge una ciudad fortificada. Las vertientes de las colinas están plantadas de higueras, viñedos y palmeras de dátiles. Los habitantes viven en continuo sobresalto, debido a que las pequeñas poblaciones, como islotes, muy espaciadas entre sí, constituyen el objetivo de los asaltos de las tribus nómadas. Éstas se presentan con una rapidez imposible de prever, lo derriban todo y se apoderan de ganados y cosechas. Luego desaparecen con la misma rapidez, siendo imposible dar con ellas en los inmensos arenales del Sur y del Este. Sin cese es la lucha que han de sostener los agricultores y los ganaderos que están establecidos en estas tierras en contra de las tribus de bandidos que no tienen hogar fijo, cuyo techo es una tienda de piel de cabra extendida en cualquier parte del desierto a la intemperie. En esta tierra inquieta deambuló Abraham con Sara, su mujer; con Lot, su sobrino; con su servidumbre y sus rebaños.
Y llegaron al país cananeo. Entonces ABRAHAM ATRAVESÓ EL PAÍS HASTA EL LUGAR DE SIKEM, HASTA LA ENCINA DE MORÉ. HABITABAN ENTONCES EN EL PAÍS DE LOS CANANEOS Y SE APARECIÓ YAHVÉ A ABRAHAM Y DIJO: «A TU DESCENDENCIA DARÉ ESTA TIERRA»; Y ÉL CONSTRUYÓ ALLÍ UN ALTAR A YAHVÉ, QUE SE LE HABÍA APARECIDO. DE ALLÁ SE TRASLADÓ A LA MONTAÑA. AL ORIENTE DE BET-EL, DONDE DESPLEGÓ SU TIENDA, QUEDANDO BET-EL AL OCCIDENTE Y HAY AL ESTE. ALLÍ EDIFICÓ UN ALTAR A YAHVÉ E INVOCÓ SU NOMBRE. LUEGO ABRAHAM LEVANTÓ EL CAMPO, EMIGRANDO SIEMPRE HACIA EL SUR (Gen. 12:5-9).
En el año 1920 son encontrados junto al Nilo unos cascotes de cierta importancia, procedentes principalmente de Tebas y de Sakkarah. Arqueólogos de Berlín adquieren algunos de ellos; otros se llevan a Bruselas y el resto es entregado al gran museo de El Cairo. Manejados cuidadosamente por manos entendidas de expertos, los fragmentos se convirtieron de nuevo en ánforas, vasos, pequeñas estatuas. Lo que más interesa en estos objetos son las inscripciones en ellos existentes. El texto habla de amenazadoras maldiciones y execraciones como esta: «La muerte para los que profieran malas palabras o tengan malos pensamientos, para los conjuradores, para los que maquinan acciones o intenciones detestables.»
Éstas y otras frases por el estilo, tan poco gratas, estaban dedicadas a los empleados y dignatarios de la corte y a los señores de Canaán y de Siria.
Según una antigua superstición, en el mismo instante en que el vaso o la estatuilla se rompía, quedaba también destruida la fuerza de la persona execrada. Con frecuencia se incluía en la maldición a la familia, a la servidumbre, hasta el hogar del individuo a quien se dirigía.
Los vasos mágicos contienen nombres de ciudades, como Jerusalén (Gen. 14:19), Asquelón (Juec. 1:18), Tiro (Jos. 12:18), Aksaf (Jos. 11:1) y Sikem. Prueba convincente de que los lugares mencionados en la Biblia ya existían en los siglos XIX y XVIII antes de J.C., pues los vasos y las estatuillas son de esta época. Dos de estas ciudades fueron visitadas por Abraham: en primer lugar Jerusalén, cuando fue a ver a Melquisedec, rey de «Salem» (Gen. 14:18). Todos sabemos dónde estaba esta ciudad; pero, ¿dónde estuvo emplazada la ciudad de Sikem?
En el corazón mismo de Samaria hay un valle extenso y llano, dominado por las altas cumbres del Garizzim y el Ebal. Campos muy bien cultivados rodean a Askar, una pequeña aldea de Jordania. Las ruinas de Sikem fueron encontradas en las proximidades de esta aldea al pie del monte Garizzim.
Este resultado se debe al arqueólogo alemán profesor Ernst Sellin, quien, después de unas excavaciones que duraron dos años (1933-34), vio aparecer estratos de tiempos más remotos.
Sellin encuentra restos de murallas del siglo XIX antes de J.C. Poco a poco van tomando forma un poderoso muro exterior con sólidos fundamentos, todo él construido de piedras burdamente talladas, entre las cuales se hallan las que tienen casi dos metros de grosor. Los arqueólogos designan a esta clase de mampostería «muros ciclópeos.» Estas murallas se hallan reforzadas por medio de contrafuertes. Los soberanos de Sikem no sólo habían fortificado las murallas de dos metros de ancho con pequeñas torres, sino además con otra muralla de tierra superpuesta.
Las ruinas de un palacio van surgiendo también entre los escombros. Todo el conjunto de un patio, estrecho y rectangular, rodeado de algunas estancias con paredes muy gruesas, apenas si merece el nombre de palacio. Tal como Sikem aparecen las demás ciudades de Canaán, cuyos nombres hemos oído con tanta frecuencia y ante las cuales tanto temor sentían los israelitas. Salvo algunas excepciones, las notables construcciones de aquella época nos son bien conocidas. La mayor parte de ellas fueron descubiertas en las excavaciones de los últimos treinta años. Permaneciendo ocultas durante milenios; mas ahora aparecen ante nuestra vista tal cual eran. Entre ellas existen muchas ciudades que los patriarcas vieron con sus propios ojos: Bet-El y Mispa, Guerar y Lakis, Geser y Gat, Asquelón y Jericó.
Tal es la cantidad de materiales que existen hasta el tercer milenio antes de J.C., que si alguien quisiera escribir la historia de la arquitectura de las edificaciones de defensa y de las ciudades de Canaán no tendría mucho trabajo.
Las ciudades de Canaán eran plazas fortificadas, fortalezas de refugio en caso de guerra, ocasionada estas por las rápidas incursiones de las tribus nómadas, ya por las enemistades entre ciudades vecinas. Las poderosas murallas rodeaban un espacio limitado, cuya superficie apenas era mayor que la plaza de San Pedro en Roma. Toda plaza fuerte estaba surtida de agua, pero ninguna de ellas hubiera podido subsistir de manera permanente con una población numerosa. Al lado de los palacios y de las metrópolis de Mesopotamia estas ciudades carecen de importancia; cada una de la mayor parte de las ciudades de Canaán hubieran podido caber cómodamente dentro de los confines del palacio de los reyes de Mari.
En Tell-el-Hesi, seguramente el bíblico Eglon, la antigua muralla ceñía una superficie de media hectárea. La de Tell es-Safy (la antigua Gat), 5 hectáreas; la de Tell el-Mutesellim (la antigua Meguiddo), más o menos lo mismo; la de Tell el-Zakariyah (el Azeka bíblico), menos de 4 hectáreas; Geser (en el camino de Jerusalén al puerto de Haffa) tenía 9 hectáreas de zona edificada. Hasta en el reconstruido Jericó, el espacio rodeado por el muro interior, lo que era propiamente la acrópolis, tenía sólo una superficie de 2,35 hectáreas. Y Jericó era una de las fortalezas más importantes del país.
Las encarnizadas luchas de los jefes de las tribus estaban a la orden del día. Faltaba la mano ordenadora de una autoridad superior. Cada jefe mandaba en su territorio. Nadie podía mandarle y hacía lo que le venía en gana. La Biblia llama con el nombre de reyes a los jefes de cada tribu; por lo que se refiere al poder y a la independencia, tiene razón.
Entre el señor de una ciudad y sus súbditos privaba un sentimiento patriarcal. Dentro de las murallas vivían sólo el señor, las familias patricias, los delegados del Faraón y los mercaderes ricos. Sólo ellos habitaban en edificios firmes, sólidos, casi todos de una sola planta, que alrededor de un patio abierto ofrecían de cuatro a seis habitaciones. Las casas de los patricios con un segundo piso eran relativamente raras. El resto de la población (la gente del séquito, los siervos, los criados) vivían en chozas sencillas de barro o de follaje, fuera de los muros. Su vida debió de ser muy miserable.
Desde el tiempo de los más remotos antepasados existen dos caminos en la llanura de Sikem. Uno de ellos baja al valle del Jordán; el otro se dirige a las solitarias alturas del sur hasta Bet-el y continúa, pasando por Jerusalén, hasta el Negueb, la tierra del Mediodía de la Biblia. El que recorre este camino sólo encuentra sobre el país montañoso de Samaria y Judea algunas pequeñas poblaciones: Sikem, Bet-el, Jerusalén y Hebrón. El que escoge la vía más cómoda encuentra las ciudades más importantes y las fortalezas más considerables de los cananeos en los ubérrimos valles de la llanura de Yezreel, en la fructífera tierra de la costa de Judá y en medio de la exuberante vegetación del valle del Jordán.
Para su primer viaje de información a través de Palestina, Abraham eligio el camino más solitario y fatigoso que se dirige hacia el Sur a través de la montaña. Allí las vertientes de los montes cubiertos de bosques ofrecían al forastero cobijo, refugio y, en los claros, ricos pastos para los rebaños. Más tarde él mismo con su gente siguió estos caminos montañeros. Lo mismo hicieron repetidas veces otros patriarcas. Aunque los valles fructíferos de la llanura le atraían poderosamente, Abraham prefirió cruzar el país por la montaña. Es que los arcos y las hondas que él y los suyos llevaban no podían competir con las espadas y las lanzas de los cananeos en el caso de una contienda.
1.»Nómadas del desierto» y también «cruzadores del desierto» eran nombres despectivos que los egipcios gustaban de aplicar a vecinos del Este y del Nordeste. Entre éstos figuraban las tribus de Canaán y Siria.
2. Los lagos conocidos aún hoy día con este nombre en el istmo de Suez.
3. Ciudad marítima fenicia situada al norte de la actual Beirut.
4. Territorio desértico situado al este de Damasco.
5. Nombre semita, occidental, amorita.
6. Nombre del país montañoso situado al norte de Palestina.
7. Encargados por el faraón habitaban entonces por todo Canaán y Siria.
8. Esto hace pensar en un activo tráfico entre Egipto y Palestina.
9. El arco es el arma típica de los egipcios.
10. Embalsamamiento.
11. Palmeras de dátiles.
12. Es decir, la suciedad de la cual se limpia.
7. Abraham y Lot en el País de la Púrpura.
Hambre en Canaán. — Una familia del tiempo de los patriarcas en una pintura de la época. — Licencia de inmigración para el pastoreo en el Nilo. — El enigma de Sodoma y Gomorra. — Mr. Lynch explora el «Mar de la Sal.» — La grieta más amplia de la tierra. — Bosques hundidos en el mar Muerto. — El valle del Siddim conducía a la hondonada. — Columnas de sal en Yebel Usdum. — Junto al terebinto de Abraham.
MAS SOBREVINO HAMBRE EN EL PAÍS Y ABRAHAM BAJÓ A EGIPTO PARA RESIDIR ALLÍ TEMPORALMENTE. PORQUE ERA EN EL PAÍS MUY RECIA EL HAMBRE (Gen. 12:10).
El mundo debe a la aridez del desierto egipcio la conservación de una notable serie de textos, muchos de los cuales nos hablan de las inmigraciones de familias semíticas en la tierra del Nilo. El documento más bello y gráfico de todos es sin duda una pintura.
A mitad de camino entre las antiguas ciudades faraónicas de Menfis y Tebas, 3.000 km. al sur de El Cairo, emplazado junto al Nilo entre verdes campos y bosques de palmeras, se halla el pequeño poblado de Beni-Hasan. Aquí desembarcó en el año 1900 el inglés Percy A. Newberry con el encargo oficial de El Cairo de examinar alguno de los monumentos sepulcrales. El Egypt Exploration Fund financia la expedición.
Los monumentos funerarios se encuentran a la salida de un valle desértico, donde yacen asimismo los restos de antiguas canteras y de un gran templo.
Semana tras semana son separados los montones de piedras y los restos de columnas rotas del camino que conduce a la entrada de la peña, detrás de la cual se esconde la última morada del príncipe egipcio Chnem-Hotep. Los jeroglíficos, inscriptos en una pequeña antesala, contienen el nombre del difunto. Era el soberano de esta comarca del Nilo que antes se llamaba el «Cantón de las Gacelas.» Chnem-Hotep vivió en tiempo del faraón Sesostris II, hacia el año 1900 antes de J.C.
Después de muchos días de trabajo, Newberry consiguió por fin penetrar en una soberbia sala, excavada en la roca. A la luz de unas antorchas distingue tres bóvedas y dos hileras de columnas que se yerguen airosas desde el suelo. Las paredes están adornadas con unas pinturas de magníficos colores. Representan escenas de la vida del príncipe: cacerías, recolección de frutos, danzas y juegos.
En uno de los paneles de la pared Norte, junto a un retrato del príncipe, del tamaño natural, Newberry descubre unos tipos extranjeros. Van vestidos de diversa manera como se estila entre los egipcios; su piel es más clara y sus perfiles son duros. Dos empleados egipcios, colocados en primer término, presentan evidentemente el grupo de extranjeros al príncipe. ¿Quiénes son estos personajes? Los jeroglíficos que figuran en unas inscripciones trazadas junto a la mano de uno de los egipcios dan la contestación a esta pregunta: son «habitantes del desierto,» es decir, semitas. Su jefe se llama Abisay. Éste ha llegado a Egipto con treinta y seis hombres, mujeres y niños de su clan y trae regalos para el príncipe, entre los cuales es expresamente nombrado el destinado a la princesa, cierto precioso «stibium» 1.
Abisay es un nombre eminentemente semita, y aparece en la Biblia durante el reinado del segundo rey de Israel: «Tomando David la palabra, habló a… Abisay, hijo de Seruyá…» (1 Sam.. 26:6). El Abisay de la Biblia era hermano del jefe del ejército, Joab, malquisto por el pueblo de Israel, bajo el reinado de David, hacia el año 1000 antes de J.C., cuando Israel era un gran reino.
FIG. 9. —Familia semita de la época de los Patriarcas en el muro de la tumba del Principe en Beni-Hasan, junto al Nilo.
El artista a quien el príncipe Chnem-Hotep encargó el adorno de su tumba ha representado a los «habitantes del desierto» con un cuidado singular.
Esta pintura tan realista y sumamente expresiva causa el efecto de una fotografía en color. Parece como si esta familia de semitas se hubiese detenido sólo un instante y como si los hombres, las mujeres, los niños y los animales tuviesen que ponerse de nuevo en movimiento y avanzar. Abisay, a la cabeza del cortejo, saluda al príncipe con una ligera inclinación de la diestra, mientras con la izquierda, cogiendo una pequeña cuerda, guía un macho cabrío, que lleva entre los cuernos un palo curvo, o sea el cayado pastoril.
Este cayado pastoril era para los nómadas una cosa tan típica, que los egipcios, en sus inscripciones, lo utilizaban para designar a estos extranjeros.
Por lo que se refiere a la indumentaria, tanto su clase como su colorido han sido representados con conocimiento de causa. Los mantos rectangulares de lana, que en los hombres llegan hasta la rodilla y en las mujeres hasta las pantorrillas, están abrochados sobre uno de sus hombros. Adornados con vistosas franjas sirven a la vez de abrigos, y nos traen a la memoria la célebre «túnica multicolor» que Jacob mandó hacer para su hijo preferido José y que excitó aún más el rencor de sus hermanos (Gen. 37:3).
Una barba puntiaguda adorna el rostro de los hombres y el pelo color azabache de las mujeres cae libremente sobre el pecho y las espaldas, ceñido a la frente con una cinta blanca. El pequeño rizo de junto a las orejas parece haber sido moda en aquella época. Los hombres llevan sandalias, las mujeres zapatos de color pardo oscuro.
En recipientes artísticamente cosidos y confeccionados con pieles de animales llevan sus raciones de agua. Las armas de que van provistos son arcos y flechas, pesados dardos y venablos. Hasta traen consigo su instrumento preferido: uno de los hombres tañe la lira de ocho cuerdas. Con este instrumento, según indica la Biblia, solían acompañarse algunos salmos de David. «Para instrumentos de cuerda, en octava baja,» se dice al principio de los salmos 6 y 12.
Habiendo sido realizada esta pintura hacia el año 1900 antes de J.C., es decir, en la época de los patriarcas, podemos figurarnos muy bien a Abraham y a su familia. Después de pasar la frontera egipcia debió de suceder una escena semejante. La filiación personal de los extranjeros era tomada en los fuertes fronterizos exactamente igual a como se hacía en los territorios del príncipe Chnem-Hotep.
Sucede de igual modo hoy cuando se va a un país extranjero. Claro que entonces no eran conocidos los pasaportes; pero las formalidades burocráticas ya hacían difícil la vida a los extranjeros. Aquel que quería ir a Egipto tenía que declarar sus datos personales, el motivo de su viaje y la duración aproximada de su estancia. Todos estos datos eran inscritos escrupulosamente por un empleado sobre papiro con tinta roja y remitidos por un mensajero al oficial de la frontera, quien decidía si podía ser concedido el permiso de entrada. Pero éste no dependía solamente de su voluntad. Los empleados de la administración en la corte de los faraones daban las directrices indicando, incluso, cuáles eran los pastizales que podían ser puestos a disposición de los nómadas inmigrantes.
Para los nómadas de Canaán, Egipto era en tiempo de hambre un país al cual podían acudir, y a veces era su única salvación. Cuando su patria estaba requemada, el país de los faraones ofrecía siempre pastos en abundancia, gracias a las inundaciones regulares del Nilo en el transcurso del año.
Por otra parte, la riqueza tradicional de Egipto atraía con mucha frecuencia a rapaces nómadas, a bandidos, a quienes interesaban no ya los pastos del Nilo, sino los graneros y los magníficos palacios. Muchas veces sólo podían ser arrojados por la violencia. Para proteger al país contra semejantes intrusos y para poder vigilar mejor las fronteras, se empezó a construir, en el tercer milenio antes de Jesucristo, «la gran muralla imperial,» formada por toda una cadena de fortalezas, torres de vigía y bases militares.
Sólo en la oscuridad de la noche el egipcio Sinuhe, que conocía muy bien el terreno, pudo atravesarla furtivamente.
Unos 650 años después, en tiempo de la huida de Egipto, la frontera estaba cuidadosamente vigilada; Moisés sabía demasiado bien que la huida de aquel país contra la voluntad del Faraón era imposible. Los puestos de guardia habrían dado en seguida la voz de alarma, despertando a la tropa. Cualquier intento de forzarla era impedido por los certeros tiradores y por los rápidos carros de guerra. Este fue el motivo por el cual el Patriarca, que conocía bien el terreno, eligió otro camino completamente desacostumbrado. Moisés, en efecto, condujo a los hijos de Israel hacia el Sur, hacia el Mar Rojo, donde la muralla no existía.
Después del retorno a Canaán, Abraham y Lot se separan, pues «el país no les permitía morar juntamente, porque la hacienda de ellos era mucha y no podían habitar juntos. Por lo cual hubieron de suscitarse riñas entre los pastores del ganado de Abraham y los pastores del ganado de Lot… Dijo, pues, Abraham a Lot: «No haya contienda entre los dos, ni entre mis pastores y tus pastores, ya que somos parientes. ¿No esta todo el país ante ti? Sepárate, por favor, de mi. Si te diriges a la izquierda, yo iré a la derecha, y si tomas la derecha, yo tiraré a la izquierda» (Gen. 13:6-9).
Abraham dejó elegir a Lot. Desaprensivo, cual suelen ser los jóvenes, Lot se decide por la mejor parte, la región del Jordán. Rica en agua hasta llegar a Segor (Gen. 13:10) y bendecida con una frondosa vegetación tropical, «como el jardín del Señor, se parecía a Egipto» (Gen. 13:10).
Desde las montañas cubiertas de bosque del corazón de Palestina, Lot se dirige al Este con su clan y sus rebaños; penetra en el valle del Jordán en dirección Sur y por fin pone sus tiendas en Sodoma. Al sur del Mar Muerto se extiende una de las llanuras más fértiles, «el valle Siddim, donde esta emplazado ahora el Mar de la Sal» (Gen. 13:3). La Biblia pone en este valle cinco ciudades: Sodoma, Gomorra, Adamá, Seboyim y Bela (Gen. 14:2).
En la misma Biblia encontramos el relato de un acontecimiento bélico relacionado con la historia de estas cinco ciudades: «Hicieron guerra a Bera, rey de Sodoma; a Birsa, rey de Gomorra; a Sinab, rey de Adamá; a Semeber, rey de Seboyim, y al de Bela, esto es, de Segor» (Gen. 14:2).
Los reyes del valle Siddim habían sido tributarios del rey Codor-Laomor durante doce años; pero en el año decimotercero se rebelaron. Codor-Laomor pidió entonces ayuda a los tres reyes que estaban con él coligados. Una expedición de castigo debía hacer recordar sus deberes a los rebeldes. En la lucha sostenida por los nueve reyes los de las cinco ciudades del valle Siddim fueron vencidos; sus residencias fueron entregadas al pillaje e incendiadas. Entre los prisioneros capturados por los reyes extranjeros se encuentra también Lot. Pero es libertado por su tío Abraham (Génesis, 14:12-16), quien con su servidumbre persigue como una sombra a los cuatro reyes que se retiran victoriosos. Desde un seguro escondrijo lo observa todo sin ser advertido. Da tiempo al tiempo. Por fin, primero en Dan, después en la frontera septentrional de Palestina, parece haberse presentado una ocasión oportuna. Rápido, amparado por las sombras de la noche, se lanza sobre sus enemigos y en la confusión producida puede salvar a Lot. Sólo quien desconoce la táctica de los beduinos leerá con escepticismo esta narración.
Entre los habitantes de aquel país ha perdurado hasta nuestros días el recuerdo de esta expedición. Se refleja en el nombre de un camino que, por la parte oriental del Mar Muerto, se dirige al Norte hasta la vieja tierra de Moab. Los nómadas de Jordania lo conocen muy bien. Y, cosa notable, entre los nativos del país es designado con el nombre de la «Calzada de los Reyes.» En la Biblia volvemos a encontrarle, aunque aquí tiene el nombre de «camino real,» de «camino seguido,» por el cual los hijos de Israel querían pasar a través de los dominios de Edón para dirigirse a la tierra prometida (Num. 20:17-19).
Pasado el tiempo los romanos utilizaron la «Calzada de los Reyes» y la reconstruyeron. Parte de ella forma parte hoy día de la red de carreteras que recorren el nuevo estado de Jordania. Perfectamente visible desde un avión, el antiguo camino atraviesa el paisaje como una franja osc
ura «Y el Señor dijo: «El clamor de Sodoma y Gomorra es en verdad muy grande y sus pecados se han agravado mucho»… Entonces Yahvé llovió desde el cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, procedente de Yahvé. Destruyo, pues, estas ciudades y toda la llanura, con todos los habitantes de las ciudades y las plantas del suelo. Y su mujer, habiendo vuelto la vista hacia atrás, trocóse en columna de sal… Por su parte Abraham… vio que subía de la tierra humo como la humareda de un horno»» (Gen. 18:20; 19:24-28).
La siniestra energía de esta narración bíblica ha impresionado siempre profundamente las conciencias de los hombres. Sodoma y Gomorra se convirtieron en el símbolo de la depravación y de la impiedad y se citan cuando se habla de una destrucción completa.
Los hombres, cuando se encuentran ante hechos inexplicables, tienen que buscar en su fantasía procesos terroríficos, como lo demuestran numerosos relatos de los tiempos antiguos. Cosas notables y casi increíbles han de haberse desarrollado junto al Mar Muerto, el mar de la Sal, donde, según la Biblia, tuvo lugar la catástrofe.
Según una leyenda, el general romano Tito condenó a muerte a unos esclavos, mientras duraba el sitio de Jerusalén del año 70 después de J.C. Los sometió a rápido proceso, los hizo atar con cadenas y los hizo arrojar al mar que se extendía junto a las montañas de Moab. Pero los condenados no se ahogaron, y tantas veces fueron arrojados al agua, otras tantas, flotando como corcho, salieron a tierra. Tan extraño suceso impresionó a Tito de tal manera que los perdonó.
Flavio Josefo, que escribió la historia del pueblo judío y pasó en Roma la última parte de su vida, menciona repetidas veces «el lago de Asfalto.» Los griegos hablaban también de gases venenosos que, según ellos, se desprendían en muchas partes de este mar. Y los árabes refieren que desde hace mucho tiempo ningún pájaro ha podido alcanzar la orilla opuesta, porque, al atravesar la superficie del agua, los animales caen privados de vida.
Estas y otras historias similares de carácter legendario eran seguramente conocidas; pero hasta hace unos años no se tenía un conocimiento exacto del raro y misterioso mar de Palestina. Ningún hombre de ciencia lo había explorado.
En el año 1848 los Estados Unidos toman la iniciativa y organizan una expedición al enigmático Mar Muerto. Ante la pequeña aldea de Akko, 15 km. al norte de la actual Haifa, un día de otoño de 1848, la playa estaba llena de hombres que con vivo interés realizaban una extraña maniobra.
W. F. Lynch, geólogo y jefe de la expedición, ha hecho desembarcar del buque anclado en la playa dos botes metálicos, que luego son colocados con todo cuidado en unos carromatos con ruedas de gran tamaño. Los carromatos emprenden la marcha, arrastrados por caballos. Al cabo de tres semanas, y después de indescriptibles dificultades, se ha realizado el transporte a través de las tierras altas de la Galilea meridional. Los dos botes son arrojados al agua en el Tiberíades.
Las medidas de altura ordenadas por Lynch en el lago de Genesaret dan lugar a las primeras sorpresas de esta expedición. En el primer momento cree se trata de un error; pero las medidas de control confirman los resultados: ¡la superficie del lago de Genesaret, conocido en todo el mundo por la vida de Jesús, se halla situada a 208 metros por debajo del nivel del Mediterráneo! ¿A qué altura brota el Jordán, que atraviesa este lago?
Algunos días después, W. F. Lynch se halla en una vertiente del monte Hermón, que está cubierta de nieve. La pequeña aldea de Baniyas surge entre restos de columnas y de puertas. Unos árabes conocedores del terreno le guían a través de un bosque de adelfas hasta una cueva obstruida por las piedras y guijarros en la escarpada pared calcárea del Hermón. Desde sus profundidades se oye el murmullo del agua que, límpida, sale al exterior. Ésta es una de las tres fuentes del Jordán. Los árabes designan a este río con el nombre de Seri’at el Kebir, es decir, «Gran Río.» Aquí estuvo situado el antiguo Panium; aquí hizo construir Herodes en honor de Augusto un templo al dios Pan. Junto a la cueva del Jordán existen unos nichos en forma de concha, cavados en la dura peña.
«Sacerdote del dios Pan»… Puede aún leerse claramente la inscripción griega. En tiempos de Jesús era honrado junto a esta fuente del Jordán el dios de los pastores de los griegos, con la flauta en los labios cual si quisiera entonar una canción para acompañar el curso del río. Sólo 5 km. al este de esta fuente estaba situada la bíblica Dan, la aldea más septentrional de aquel país, citada con frecuencia en la Biblia. También allí mana una clara fuente en la vertiente meridional del Hermón. Un tercer manantial que se transforma en un arroyo baja de un valle situado a mayor altura. La superficie del valle está un poco más arriba de Dan, a 500 metros sobre el nivel del mar.
Allí donde el Jordán, 20 km. al Sur, alcanza el pequeño lago de Hule, su cauce ha bajado ya a 2 km. sobre el nivel del mar. Después, el río va bajando en forma abrupta durante otros 10 km. hasta llegar al lago de Genesaret. En su curso, desde las vertientes del monte Hermón, ha recorrido una distancia de 40 km, con un desnivel de 700 metros.
Desde el lago de Tiberíades los expedicionarios americanos recorren los numerosos meandros del Jordán, río abajo. Cada vez la vegetación es más escasa y sólo en las orillas crecen espesos matorrales. Dominado por el sol implacable aparece un oasis a la derecha; es Jericó. Poco después han llegado a su destino. Entre penas verticales, como talladas a pico, se extiende ante ellos la gigantesca superficie del Mar Muerto.
FIG. 10. Representación del curso descendente del Jordán.
Lo primero es tomar un baño. Los hombres que se introducen en el agua tienen la sensación de ser elevados de nuevo como si llevasen salvavidas. Los antiguos relatos no han mentido. En este mar nadie puede ahogarse. El sol ardiente seca la piel de los cuerpos casi instantáneamente. La delgada capa de sal que ha quedado en ella la tiñe de blanco. No hay aquí ni peces, ni moluscos, ni algas, ni corales…; por este mar no se ha deslizado nunca un barco de pesca. No existen ni frutos del mar ni frutos de la tierra, pues sus orillas son áridas y desoladas. Grandes cantidades de sal cubren la playa y las peñas de la montaña, haciéndolas brillar como el diamante. El aire se halla saturado de olores fuertes y acres. Huele a petróleo y a azufre. Manchas aceitosas de asfalto (la Biblia lo designa con el nombre de «betún»: Gen. 15:10) sobrenadan en las olas. Ni el cielo azul y luminoso ni el sol brillante son capaces de dar vida al paisaje.
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