segunda venida IX-Cristianismo primitivo

segunda venida IX-Cristianismo primitivo

Los cristianos de la primera hora no fueron ni un grupo sectario, subversivo o ideologizado, ni un grupo espiritualista desenganchado de la realidad. En ellos el cristianismo se mostró inmediatamente por lo que era y es: una experiencia de vida, una precisa manera de ser y de actuar dentro de las circunstancias y los problemas de todos los hombres, una posibilidad de vivir las circunstancias y los problemas de todos los hombres de un modo distinto, específico, mas verdadero y más humano. Por tanto, una cultura.

Con esto se comprende también por qué llamaban tanto la atención de todo el mundo: de las clases más bajas como de las más altas, del esclavo como de su amo, de la persona débil como de quien tenía fuerte personalidad, de los que no podían estudiar como de los cultos, de los ancianos como de los jóvenes. Y, por supuesto, no podían no llamar la atención del poder, sobre todo cuando, por ejemplo, un alto funcionario, un senador, un oficial del ejército, o el propio emperador, se enteraba de que en su propia casa, en la-misma corte, uno de sus hijos o hijas, o los siervos, o la esposa, o un amigo, o un compañero en la lucha política y en el campo de batalla, se habían hecho cristianos.

Pero su vida, y la comunión que los caracterizaba, era una denuncia clara, contundente, de las injusticias y abusos del Estado y de la sociedad. Respetaban a todo el mundo, incluso a los ricos y poderosos, pero su estilo y su concepción de la vida, de los amigos, del prójimo, era otra cosa: «comparten la mesa, pero no el lecho», leemos en la Carta a Diogneto. Y, si tienen familia, «no se deshacen de los hijos que conciben».

La ley, en Roma, estaba clara: el «paterfamilias», por ejemplo, tenía derecho de vida y de muerte no sólo sobre los esclavos, sino sobre la esposa y los hijos. En cualquier momento y por cualquier razón, podía incluso suprimirlos, sin que el Estado de ninguna manera interviniera. Entonces no se podía no ver la novedad radical del comportamiento cristiano: la persona, sea cual fuere su condición, hombre o mujer, niño o anciano, esclavo o libre, es un valor absoluto. Ninguna autoridad humana y ningún poder está por encima de ella, ni de ella puede disponer a su antojo.

Pero lo más importante a tener en cuenta en todo esto, lo más decisivo, sin lo cual no entenderíamos nada del cristianismo, es que no era ni pretendía ser «fruto o conquista del talento y especulación de hom bres estudiosos», como subraya el anónimo cristiano en su carta al amigo pagano Diogneto; que no era, ni es, una «filosofía humana».

Esa experiencia de vida nueva, cambiada, esa cultura, esa novedad radical, que sin embargo resultaba más verdadera y humana que cualquier otra, no era y no es algo inventado por gente superior, genial, presumida, en una palabra, obra de manos humanas: quienes la viven son absolutamente conscientes de que la han encontrado, la han recibido, viene «de lo alto», esto es, de Jesús de Nazaret, Aquel que había afirmado y mostrado ser el Hijo de Dios hecho hombre y que, según su experiencia, sigue vivo y presente.

Pedro debe haber permanecido largos períodos en Roma durante más de veinte años. Pero, en el año 49, lo encontramos nuevamente en Palestina, presidiendo, junto con Juan y Santiago (el Menor), al primer Concilio de la Iglesia, el Concilio de Jerusalén.

Están presentes también, y son protagonistas, Bernabé y Pablo. El tema es definir de una vez el problema de los cristianos que vienen del paganismo. La decisión unánime es que no hay que imponerles la circuncisión, ya que para ser cristianos no son necesarias las obras de la ley mosaica, sino la fe en Jesucristo.

Después del Concilio, Pedro se queda un tiempo, visitando las comunidades locales, incluso la comunidad de Antioquía, donde sucede el famoso «incidente» del que habla san Pablo en la carta a los Calatas (2, 11-14). En esa oportunidad, acosado por cristianos judíos que en su corazón no habían aceptado la decisión del Concilio de Jerusalén, Pedro había dejando de frecuentar a los cristianos provenientes del paganismo, provocando la pronta reacción de Pablo.

Probablemente ese mismo año, o poco más tarde, Pedro regresa a Roma. Allí, de todos modos, lo encontramos en el 64, año en el que, abruptamente, se desata la increíble, tremenda persecución neroniana, que horrorizó a los mismos paganos. Los hechos son conocidos: Nerón, frente a un violento incendio que había arrasado con una parte muy grande de la ciudad (se murmuraba en el pueblo que era obra de Nerón), indica a los cristianos como responsables del incendio y los manda ejecutar en masa, haciéndolos crucificar y quemar sobre las mismas cruces. El macabro espectáculo de esas antorchas humanas ardiendo en la noche de Roma, donde encontraron indiscriminadamente el martirio hombres, mujeres, jóvenes y ancianos, ha quedado indeleble y emblemático en la memoria histórica de la humanidad.

Estudios recientes revelan que en ese mismo año 64 d.C. -y no en el 67, como se creyó hasta ahora- Pedro también encontró el martirio.

Algunos se preguntan si Pedro y todas las víctimas de la locura de Nerón fueron «mártires» -es decir, muertos por la fe, por ser cristianos- o si no se trató, en realidad, de una simple, aunque trágica, casualidad. Lo que le importaba a Nerón-así razonan algunos historiadores- era atrapar a los primeros que se les cruzara por el camino para transformarlos en chivos expiatorios y aplacar la furia de la gente. De hecho, no hubo ningún proceso, ninguna incriminación de «superstitio illicita» y «maléfica» para el Estado, como sucederá, por ejemplo, en las futuras persecuciones de Decio, Valeriano y Diocleciano. Dicho en otros términos, todos habrían sido ejecutados no por cristianos sino por incendiarios. Nosotros mismos, dijimos que desde la crucifixión de Cristo hasta el año 62 jamás

Roma había considerado a los cristianos como políticamente peligrosos. Más bien, en distintas oportunidades, los había defendido contra los ataques de los judíos.

Sin embargo, es forzoso reconocer que en la Roma imperial, desde algún tiempo, y ya antes de la persecución, muchos habían empezado a percibir que el cristianismo, por su vida y por su cultura, constituía un peligro inmensamente más grave que cualquier atentado o acción subversiva.

Recordemos, en primer lugar, que Nerón -quien, durante los primeros años de su gobierno, había actuado sabiamente, siguiendo los consejos de hombres como el estoico Séneca- a partir del año 62 había cambiado radicalmente su política: no sólo había hecho asesinar a su madre Agripina, a su primera esposa Octavia y a su segunda esposa Popea, sino que había dado a toda su política un vuelco autoritario y absolutista, empezando, al mismo tiempo, a perseguir precisamente a estoicos y a cristianos. De los primeros pudo deshacerse rápidamente, empezando por su antiguo maestro Séneca, al que obligó a suicidarse. Con los cristianos, en cambio, se encontró con que el peligro no eran personas individuales, o posibles competidores a nivel político, sino todo un estilo de vida y toda una cultura de la que brotaba en forma directa un contundente «juicio moral» que se demostraba inmensamente más dañino que cualquier oposición o complot político.

Por otro lado, hacía tiempo ya que en la alta sociedad romana, como también en las clases más bajas -junto con el interés y la simpatía de algunos, hasta las conversiones más impensadas y clamorosas- se registraban rumores pesadísimos sobre los cristianos. Calumnias infamantes. El mismo Tácito, cuando relata lo del incendio de Roma, afirma que los cristianos, aunque no hubiesen tenido nada que ver con el incendio, eran seguidores de una «execrabilis superstitio» y que se caracterizaban por «odiar al género humano» (Annales, XV, 44, 5-6).

¿Qué habían hecho para merecer semejante acusación? El historiador romano no lo dice, amparándose en que eso era opinión general, y que la gente también los odiaba a ellos, porque los consideraba culpables de haber provocado la ira de los dioses y de ser responsables de las desgracias (flagitía) que aquéllos enviaban del cielo sobre Roma (Anna-les XV, 44, 4).

Recordemos al autor de la carta a Diogneto: «Los judíos los combaten como a gente extraña, los gentiles los persiguen y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su hostilidad».

La venida de Cristo,esperanza cristiana.

La esperanza cristiana se centra en la venida de Cristo, que puede describirse como su “segunda” venida (He. 9.28). Por consiguiente, la expresión veterotestamentaria, “el *día de Jehová”, que en el Nuevo Testamento se usa para describir el acontecimiento relacionado con el cumplimiento final (1 Ts. 5.2; 2 Ts. 2.2; 2 P. 3.10; cf.cf. confer (lat.), compárese “el día de Dios”, 2 P. 3.12; “aquel gran día del Dios Todopoderoso”, Ap. 16.14), es característicamente “el día del Señor Jesús” (1 Co. 5.5; 2 Co. 1.14; cf.cf. confer (lat.), compárese 1 Co. 1.8; Fil. 1.6, 10; 2.16).

La venida de Cristo se conoce como su paruséa (“venida”), su apokalypsis (“revelación”) y su epifaneia (“aparición”). La palabra paruséa significa “presencia” o “llegada”, y se usaba en el griego helenístico para las visitas de dioses y gobernantes. La paruséa de Cristo será la venida personal del mismo Jesús de Nazaret que ascendió al cielo (Hch. 1.11); pero será un acontecimiento universalmente evidente (Mt. 24.27), una venida en poder y gloria (Mt. 24.30), para destruir al anticristo y la iniquidad (2 Ts. 2.8), para reunir a su pueblo, tanto los vivos como los muertos (Mt. 24.31; 1 Co. 15.23; 1 Ts. 4.14–17; 2 Ts. 2.1), y para juzgar al mundo (Mt. 25.31; Stg. 5.9).

Su venida será, también, un apokalypsis, un “quitar el velo”, una “revelación”, cuando el poder y la gloria que ahora le son propios en virtud de su exaltación y sesión celestial (Fil. 2.9; Ef. 1.20–23; He. 2.9) serán revelados ante todo el mundo. El reinado de Cristo como Señor, actualmente invisible al mundo, se hará visible en ese momento por su apokalypsis.